Guillermo Del Zotto
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Thomas Mann aseguraba que la obra de Dostoievski era de una “comicidad maravillosa”, porque creía que “entre otras cosas, este crucificado fue un gran humorista”. También es usual que cuando uno entra en el ritmo de Borges, sobrevenga una carcajada solitaria en medio de un cuento. O una sonrisa de costado se mantenga durante una de sus breves prosas poéticas.
Claro que a estos dos autores en ninguna colección se los promociona como los grandes del buen humor literario ni aparecen en los anaqueles junto a Fontanarrosa, Woody Allen, Leo Maslíah o Copi. Y hay que aclarar algo a favor de éstos últimos: decir “voy a hacer reír” y luego lograrlo es uno de los atributos artísticos más difíciles de obtener. ¿Cómo no lo va a ser en el terreno literario?, el peor de los escenarios para que intelecto y emoción se pongan de acuerdo y la pasen bien.
Otra aclaración: estamos hablando de escritores “serios”, en todos los casos. Y quizás la única diferencia de calidad que pueda haber entre el Borges cuentista y el Fontanarrosa cuentista, sea el lector ideal que le haya tocado. Por otro lado, la risa tiene al igual que la muerte, representantes patéticos de a mil por segundo. Lo que no quiere decir que tengan gracia, palabra ésta última de un contenido espiritual que no muchos consideran a la hora de hacerse, paradójicamente, los graciosos.
Mex Urtizberea condujo un programa por Canal a que se llamó “La historia de la risa”. Un excelente documental contemporáneo que de alguna manera le devolvió el prestigio a esa forma de hacer arte o literatura. Escribir como Borges siendo Borges, valga el delirio, es relativamente más fácil que hacerlo como Fontanarrosa. Ya en sus “Palabras iniciales”, el Negro deliraba sobre literatura “seria” y literatura efectiva. Y entiéndase efectiva en el sentido estricto, no de ventas. Chejov, un precursor del humor literario que inició su carrera con el seudónimo cómico de Chejonte, ya lo anunciaba en sus máximas: “es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera”.
Al prejuicio razonable del lector sobre este tipo de literatura, hay que agregarle el despiadado e impotente prejuicio de los críticos. Y cuando al humor se suma el fútbol, por ejemplo, el barrilete a remontar se torna verdaderamente pesado.
No es una novedad descubrir que uno se ríe frente a los espejos. Entonces, al igual que el poema, el texto que nos intente sacar la risa deberá tener una contextura física en la que nos podamos reconocer. Y de un modo tan profundo que pueda hacer reaccionar la cantidad de músculos necesarios para la expresión más cara en estos tiempos.
La risa idiota hoy compite en la radio y la televisión con el pronóstico del tiempo. Es más, ya no se trata del pronóstico solamente. Hay un show del tiempo en cada programa noticioso. Y en algunos es lo único que hay. Debe ser terriblemente trabajoso realizar guiones para esa gente que arma una serie de comentarios y análisis a partir de una base tan efímera e insostenible. Es, literalmente, hablar del aire.
El detalle y la síntesis serían la base para lograr estos estados. En resumidas cuentas, no muy lejos a los elementos que constituyen una historia bien contada. La risa sería ese certificado bien directo y sonoro de que la cosa funcionó bien. Y a cualquier contador de historias eso es lo único que le importa. La expresión “mirá qué caro te salió el chiste” encaja en esta aprobación. Chiste, en el sentido de redondez y efectividad; caro en el sentido de perdurabilidad.
Por supuesto que, al igual que una novela exitosa, para la risa literaria no hay recetas. Por lo menos garantizadas. En ese sentido a Leo Maslíah se le ocurrió el poema “Encargue”, que no sabemos si es para utilizar los ingredientes en algún preparado misterioso o simplemente para una enumeración práctica. De todas formas sirve para despedirse:
“Nene te dejo acá arriba de la mesa la plata para que vayas a la Feria del Libro y por favor me traigas:
Medio kilo de Cortázar/Un Stendhal de ropa/cien gramos de Baudelaire (del barato, alguna edición de bolsillo)/Algunos de Marcela Serrano que veas (preguntá si es fresco)/Dos Bucay (pero que no sean orientales, buscá de cocción rápida), Una Pizarnik (si no encontrás igual traé una prepizarnik y comprá la salsa aparte)/Una docena de revelaciones de James Redfield/Seis anillos de poder (si no hay, de espinaca)/Una inteligencia emocional (o cualquiera otra que encuentres, siempre que no involucre a la razón)/Un sachet de Saramago/Un atado de Kundera/Tres códigos de Douglas Vinci/Y Sabel Allende”.