viernes, 4 de abril de 2008

A través de los relojes de la tarde

Borges hace girar un reloj de arena sobre un peñasco en Sierras Bayas y comienza el juego. El lugar, evidentemente, se transforma en La Mancha.
Lo primero que tenemos que sortear es a un grupo furioso de neologismos que se nos quieren adherir en la cara.
Luego, la culpa al atarnos la capa de la irrealidad, como si lo que quedara del otro lado de la puerta fuese una realidad que mereciera respeto. Como si un compromiso fuese mayor por sostener el absurdo que impone una mayoría ciega.
Crujen aspas de madera. Pesadas. Son verdaderos relojes de la tarde.
Como en un cuadro de Picasso, ahora la medición del tiempo atraviesa una etapa cubista. Los compases (minutos, segundos) se montan y se desmontan en enormes bloques cuadrados. Y no sabemos cuánto falta para un juego que no entendemos. (Como si el que dejamos allá abajo fuera más creíble).
Ciertamente debería haber cerca del lugar un conejo con sombrero, para que nos indique atajos. Es evidente que Borges ha confeccionado el juego junto con Carroll, tan amantes los dos de las matemáticas. Pero la magia no está en transformarse en Alicia o en descubrir una gruta más panóptica que El Aleph.
Cabalgamos sin ladridos. Ahora es el silencio y sus espirales lo que se transforma en este cuadro móvil. ¿Es el aire el que se ha quedado ciego?
Mirando a trasluz, como quien busca el efecto del arco iris, podemos observar que se trata de una pared invisible que nos protege de una horda carnívora de lugares comunes.
Igual que una difunta Correa, vemos del otro lado al asombro amamantar al lenguaje, famélico.
Un pequeño garito de palabras que guarda sus últimas provisiones. Nos acercamos como a un polvorín olvidado. Adentro de él todavía hay temperatura. Pero lo vemos siempre desde el otro lado del cristal.
El juego comienza a tener una multiplicación sensorial. Como si de pronto pudiésemos elegir varias posibilidades paralelas para sentir.
Borges es una figura multiplicada en la lomada. Rompiendo la gravedad, esa figura rodea la circunferencia de la montaña, lo que ofrece a un Borges parado, inclinado, de costado, invertido. Por lo tanto el reloj de arena marca simultáneamente un comienzo, un entretiempo, un final.
Es la última broma en forma de reglamento.
No hay tiempo para buscar lo que no sabemos y a la vez no podemos dejar de buscar.
Cuando vuelvo la cabeza hacia la pared de vidrio, veo que alguien que es yo está del otro lado.
No sé cuál de los dos sigue con este juego.

(Publicado en EL SUBSUELO el 30/3/08)