sábado, 30 de julio de 2011

Del infierno al cielo




Guillermo Del Zotto
gdelzotto@elpopular.com.ar
“!El orgullo de Rimbaud! Un satanismo que lo lanza a lo angélico”. Define Julio Cortázar. La opción final por el delirio místico de muchos autores que ahora una mirada postmoderna analiza simplificando como esquizofrenia. Lo cierto es que detrás de las grandes obras universales hubo almas que pasaron del infierno al cielo. Quizás como exagerado costo.
El caso del poeta francés Arthur Rimbaud es tomado como el gesto absoluto. En el sentido que utilizó un par de años de su casi adolescencia para la revulsión completa de la poesía. Para luego emprender el viaje que lo llevó a traficar esclavos y no acercarse nunca más a la palabra escrita. Ajusticia Cortázar: “¿Por qué no se mató Rimbaud? Es que, en realidad, se mató. Lo que queda de él es una costumbre de vivir, de viajar; un recuerdo corporizado, un retrato vivo”.
Más allá de este gesto que se completa, hay muchos casos en los que la metamorfosis continuó desarrollándose en los cuerpos que a su vez creaban el cuerpo de la obra.
Nicolai Gogol, el gran novelista ruso, sufre el cambio tan intensamente cuando revisa la segunda parte de “Almas muertas”, que “sus preocupaciones y autorreproches con ansiedades hipocondriformes y místicas” lo lleva a “un arrebato de autoexecración” por lo que decide quemar los originales de la segunda parte de su novela. Y muere “finalmente tras continuado ayuno y rechazo de cualquier alimento”. ¿Depresión psicótica? Es una síntesis científica e injusta quizás.
Por su parte, la transformación de Hermann Hesse de “Demian” a “La ruta interior” sucede sobre una ruta más suave y armoniosa. Por suerte dejó una extensa autobiografía y es mejor remitirse a las fuentes: “Cuando empezó a manifestarse el nuevo cambio en mis escritos y en mi vida, muchos de mis amigos sacudieron la cabeza. Muchos también me dejaron. Esto formaba parte de la imagen cambiada de mi vida, igual que la pérdida de mi casa, de mi familia y de otros bienes y comodidades. Fue una época en la que cada día me despedía, y cada día me asombraba de poder soportar también lo que me seguía pasando y seguir viviendo, y de seguir amando siempre algo de esta extraña vida que sólo parecía traerme dolor, decepciones y pérdidas”.
Alguien que decidió ser evidente en sus cambios a través de sus poemas y dibujos fue William Blake. Como un Rimbaud interesado en que los demás se enteren. Quizás por eso ya en 1793 declara casualmente en “Las bodas del cielo y el infierno”: “Si las puertas de la percepción se depurasen,/todo aparecería a los hombre como realmente es: infinito./Pues el hombre se ha encerrado en sí mismo hasta ver/todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna”.
Dostoievski, otro atormentado cambiante, alguna vez ayudo a su propio vértigo esgrimiendo que “el corazón del hombre es el campo de batalla entre Dios y el Diablo”. Todo parece indicar que lo único que cambian son los recaudos y que permanece inexorable el camino.

martes, 26 de julio de 2011

Navigare necesse est, vivere non necesse




Guillermo Del Zotto
gdelzotto@elpopular.com.ar
Horas muertas en una terminal. Situación que a nadie le gusta atravesar y menos en viajes de placer. Como si el placer fuese una sustancia con fecha de vencimiento que late en el lugar de destino y comenzara a diluirse a partir del aviso de la mecánica voz que anuncia la cancelación de un servicio.
Uno de los viajeros se separó de la fila fastidiada que acaba de recibir la noticia de un atraso de dos horas. Era visiblemente el más irritado y, además, con el gesto permanente de quienes no aguantan demasiado tiempo sumergidos entre la gente. Por eso buscó lugar lejos de los bancos llenos de personas negadas a un hogar y que tienen junto con sus frazadas un atado de oportunidades perdidas.
En la otra punta de la fila que encontró más desocupada, alguien lo observó desde que abandonó al contingente. Se acercó y le dijo secamente:
-Entiendo su enojo. Yo tampoco soporto este tipo de interrupciones. ¿Adónde va?
Dudó en entablar la típica conversación de circunstancia. Pero ciertas marcas de viajero en el rostro del interrogador lo llevó a contestar:
-Mendoza.
-Es el mejor momento, después de la fiesta de la vendimia. Los hoteles Vechia Roma, Nutibara o el Solaz de los Andes tienen un servicio ideal y al mejor precio- le dijo casi sin esperar a que termina la respuesta.
-Conoce mucho, parece…
-Vivo viajando. Le repito que estas demoras son como un paréntesis insoportable para mí. Si sigue para el norte le recomiendo Cataratas del lado brasilero y el hotel Dom Pedro, con piscina climatizada incluida en el precio por noche.
-¿Usted dónde va? ¿Qué demoras tiene?
-Lo mío es un poco más complicado. Me quedó la billetera en el micro que seguía para Bariloche. Me dijeron que la recuperarían. Pero debo esperar al menos veinticuatro horas. Si al menos pudiera llegar a Bahía Blanca esta noche. Ahí me esperarían con la billetera y podría terminar el periplo. Hice Carlos Paz clásico, Merlo, pasé por Mendoza y me esperan los glaciares…
Hizo una pausa con la que pareció cargarse de angustia, para luego decir:
-No debería contarle, pero es muy probable que sea mi último viaje. Mis últimos análisis de artrosis dieron bastante mal.
Algo hipnótico en la mirada del narrador había logrado que se le alejara un poco el fastidio. Y sin darse cuenta preguntó:
-¿Cuánto sale el pasaje a Bahía Blanca?
-Ciento treinta pesos.
Y dio otro paso:
-Tome. Tenga el dinero. Yo llevo reservas y usted me devolvió el entusiasmo. Quedamos a mano. Aproveche a llegar cuanto antes.
-Juro que se lo voy a devolver. Deme sus datos. Es usted un viajero ideal. Verá que estos gestos siempre se devuelven.
Hubo un apretón de manos. El megáfono anunció que el servicio a Mendoza había sido restituido. Se despidieron en el andén y los demás los confundieron con dos amigos que se ven de cuando en cuando.
Cuando el micro se sumergió en la noche, el narrador pidió en el bar un suculento café con leche y medialunas. Calculó que con el resto del dinero podría repetir ese placer en los próximos tres días. Antes de comenzar a hojear el último folleto de turismo, miró alrededor y alzó un suspiro.
De alguna manera ama ese lugar de ochocientos metros cuadrados del que nunca salió.