miércoles, 29 de junio de 2011

Historia de una confesión



Discépolo, artesano de antihéroes

Guillermo Del Zotto
gdelzotto@elpopular.com.ar
Como en una buena película o en una buena novela, en la canción también existen recursos –muchas veces sólo intuidos por sus autores- que logran su inmortalidad. Está claro que Enrique Santos Discépolo lo logró en varias oportunidades. Pero en el caso del tango “Confesión” hay parámetros de construcción que la colocan en un podio imbatible.
Se debe tener en cuenta que este tango canción, estrenado el 16 de octubre de 1930 como pieza de una revista que protagonizó Tania, fue cantado luego por Carlos Gardel, Julio Sosa, Edmundo Rivero y Roberto Goyeneche. Los tres con su propia impronta. Y no son muchos los tangos con el destino privilegiado de haber pasado por esas cuatro gargantas.
Más allá de la ruptura musical que el especialista Sergio Pujol explica muy bien en su excelente biografía sobre Discépolo, “Confesión” cuenta una historia como un cuento perfecto y además la letra gira en círculos como una eterna escena final de película memorable.
En la palabra abnegación quizás resida parte del secreto. Este valor imposible de encontrar ya en gestos humanos reales, es sin embargo una figura literaria a la que se le puede sacar jugo: alguien hace algo por otro y luego cuida que no se entere nunca. Entonces el espectador/lector se convierte en el único cómplice de esa altísima ofrenda. De ahí también el gran acierto en el título del tango de Discépolo.
Sería casi una traición explicar la letra aquí sin antes recomendar buscar en youtube cualquiera de las cuatros versiones que mencionamos antes. Como casi todos saben, el tango habla de alguien que se hace odiar por la mujer que más ama. Esquizofrénico, si se quiere, la golpea y luego “me arrincono para llorarte”. El punto es que ella nunca sabrá que fue para salvarla de su propio rodar cuesta abajo. Y sigue: un año después la ve “linda como un sol”. Se muerde para no llamarla. Y, pleonasmo de la abnegación, se alegra de quien la puede disfrutar así porque se la merece (“me justifica el verte hecha una reina”).
Dice Sergio Pujol: “obviamente, la confesión no tiene destinatario (…) Y en la imposibilidad de comunicación reside el efecto teatral de Discépolo (…) como mostrar (al público, aclara) una carta que nunca llegará a destino”. Está muy bien esto de definir como “efecto teatral” el gesto de Discépolo. Pero no es sólo una demagogia sentimental lo que está en juego. Así como Roberto Arlt nos enseñó que Dostoievski podía reencarnarse en la avenida Corrientes con un porteño nihilismo a estrenar, Discépolo también bebedor de esas aguas (junto con Nietzche), sabe usar sus lecturas de manera magistral. Tanto como para encerrar en dos minutos una historia con todos los ingredientes de una novela de amor y de ideas.
Pujol compara a este personaje de “Confesión” con otros de Discépolo y explica: “Nuevamente, la conciencia es lo único que queda, el amuleto al que se aferran los fracasados, una paradójica moral que no está dispuesto a entregar fácilmente”.
La conciencia. Sin ese tesoro está claro que no existe la abnegación. Que destila un placer líquido (se supone que debe haber placer) como el de una venganza pero al revés. Con esa certeza en medio de la perdición comienza la letra del tango:
“Fue a conciencia pura que perdí tu amor”.