domingo, 20 de enero de 2008

La bandada



(Cuento de mi amigo Gustavo Ciuffo, el de lentes en esta pintura blasfema. Están también Damián, Fede y yo)

Había llovido mucho la noche anterior. Los tres chicos, inseparables compañeros de siestas escapadas, salieron a cazar pájaros al descampado. Junto al terraplén, abandonados al mediodía que empezaba a secar los charcos con un sol hirviente, los amigos celebraban la llegada de una bandada de gorriones pardos. Las aves revoloteaban, aturdidas aún por los efectos del agua que hacía unas horas había caído a mares en todo el pueblo.
Los chicos caminaban por las vías en fila india, ayudados por el contrapeso de sus brazos y simulando movimientos equilibristas. Cayeron al barro antes de completar la distancia acordada, a causa de la torpeza del primero y el inevitable efecto dominó de sus cuerpos. Los pájaros seguían allí arriba y ahora que los tres descansaban en la humedad del pasto decidieron recoger algunas piedras cuidadosamente seleccionadas y fueron turnándose en los lanzamientos para valorar sus tiros.
En la primera docena de hondazos de piedras afiladas, cayeron dos. A uno se le reventó el corazón en el aire, al otro se le murió el último soplo cuando su cuerpo acelerado cayó al suelo, con un resto de aleteo hiperquinético, como tratando de incorporarse a la altura que hacía unos segundos le ayudaba a planear. Los chicos llevaban un pequeño cuchillo, abrieron aquellas armaduras de plumas que poco habían protegido a las desafortunadas aves y las esparcieron a lo largo de la vía. Los tres estuvieron de acuerdo en seguir con el juego. La bandada parecía haber aumentado, y los hondazos eran latigazos que se disparaban rítmicamente, respetando los turnos y aumentando la potencia por el efecto de los premios que caían desde el cielo.
Curiosamente la bandada seguía nutriéndose de gorriones que acudían al festín de sus verdugos y, también curiosamente, cada vez planeaban mas bajo, a una altura que duplicaba la probabilidad de alcanzarlos de un hondazo. Caían remolinando sus cuerpos mezquinos, caían inertes y muertos desde el segundo del impacto, caían con las alas rotas, desarticulados, huérfanos, inconscientes. Los tres amigos los iban despedazando al tiempo que colocaban la colección de alas una pegada a la otra formando un felpudo de tibio plumaje. Realizaban esta macabra tarea a toda prisa y gritaban exaltados porque veían que la bandada había reducido su altura y seguía sumando gorriones a aquel espiral de la muerte. Vistos desde cualquier ángulo del descampado era una postal dantesca, sobre todo porque aquella masa de aves sobrevolaba a escasos metros de las tres cabezas asesinas, como si alguna extraña fuerza impulsara a todos esos pájaros a llamar la atención sobre el triste ritual del que eran víctimas sus compañeros.
El conductor del tren, asombrado por el torbellino plateado que proyectaba aquella bandada de gorriones, no alcanzó a frenar a tiempo. El destello del agua que aún quedaba sobre los pastizales adheridos a las vías tampoco le permitió ver a los tres amigos que, de espaldas a la locomotora, improvisaban una alfombra de plumas pardas, con manchitas de sangre tibia, que se irían multiplicando por mil en los segundos fatales.

ГДЕ БЫЛ БОГ? (Dónde estaba Dios?)


ГДЕ БЫЛ БОГ КОГДА Я ЛЮБИ ТЫ ЦЕНТР?
(Dónde estaba Dios cuando yo amé tu centro?)

Bloguear o no bloguear

Internet, de a ratos, ofrece esa "justicia poética" que puede provenir de sentirse plenamente en comunidad y sin importarnos un pito lo que sucede a veinte centímetros de nuestro teclado. Una especie de ideal hippie virtual momentáneo. Pero cada paraíso implica un ghetto.
Ese ideal hippie se transforma en la más ácida de las reacciones capitalistas al sentirnos a salvo por estar entre los de nuestra clase.
Somos todos unos monstruos en constante metamorfosis metidos en algo así como el agujero de El Aleph, mientras un Borges aún vidente nos espía.
En Internet no se terminan nunca las vacaciones de las neuronas. Al mismo tiempo está al alcance nuestro el más buscado de los secretos universales (se puede asegurar que hay uno para cada necesidad y tipo de neurosis) y con ese secreto, decimos, convive la más cómoda ociosidad para aprehenderlo.
Pero es en el intercambio de ideas donde peor se pone el cielo virtual. Donde la tormenta se desata y deja huellas cuando apartamos la mirada de esa ventana que guarda todo al apagarse.
En este mismo momento estas palabras son tipeadas en una cinta empapada de tinta que, apoyada en un papel, deja su marca luego de un impacto de un pequeño martillo con la forma de la letra pensada y luego requerida. Después, el texto, por obra y gracia de varios factores fortuitos más que por merecimiento propio, pasará al complejo sistema de impresión de un diario. Y más tarde, también, se sumergirá en aguas internáuticas. Entre las que como posibilidad está la playa de un blog.
Pues bien, más allá de deseos, virtudes y equívocos, lo que aquí se produce es un transporte de ideas. Sin importar los vehículos y las posibles paradas, lo que es interesante observar es la velocidad con la que desarrollamos un traslado de pensamientos.
Qué mejor que Italo Calvino, en Seis propuestas para el próximo milenio, para quede bien claro:
El siglo de la motorización ha impuesto la velocidad como un valor mensurable, cuyos récords marcan la historia del progreso de las máquinas y de los hombres. Pero la velocidad mental no se puede medir y no permite confrontaciones o competencias, ni puede disponer los propios resultados en una perspectiva histórica. La velocidad mental vale por sí misma, por el placer que provoca en quien es sensible a este placer, no por la utilidad práctica que de ella se pueda obtener. Un razonamiento veloz no es necesariamente mejor que un razonamiento ponderado, todo lo contrario; pero comunica algo especial que reside justamente en su rapidez.
Por supuesto: es mejor intento leer todo el libro de Calvino, o al menos el capítulo titulado Rapidez. Pero como párrafo sintetizador, acordemos con estas coordenadas de navegación:
En la vida práctica el tiempo es una riqueza de la que somos avaros; en la literatura es una riqueza de la que se dispone con comodidad y desprendimiento: no se trata de llegar antes a una meta preestablecida: al contrario, la economía de tiempo es cosa buena porque cuanto más tiempo economicemos, más tiempo podremos perder.