domingo, 20 de enero de 2008

Bloguear o no bloguear

Internet, de a ratos, ofrece esa "justicia poética" que puede provenir de sentirse plenamente en comunidad y sin importarnos un pito lo que sucede a veinte centímetros de nuestro teclado. Una especie de ideal hippie virtual momentáneo. Pero cada paraíso implica un ghetto.
Ese ideal hippie se transforma en la más ácida de las reacciones capitalistas al sentirnos a salvo por estar entre los de nuestra clase.
Somos todos unos monstruos en constante metamorfosis metidos en algo así como el agujero de El Aleph, mientras un Borges aún vidente nos espía.
En Internet no se terminan nunca las vacaciones de las neuronas. Al mismo tiempo está al alcance nuestro el más buscado de los secretos universales (se puede asegurar que hay uno para cada necesidad y tipo de neurosis) y con ese secreto, decimos, convive la más cómoda ociosidad para aprehenderlo.
Pero es en el intercambio de ideas donde peor se pone el cielo virtual. Donde la tormenta se desata y deja huellas cuando apartamos la mirada de esa ventana que guarda todo al apagarse.
En este mismo momento estas palabras son tipeadas en una cinta empapada de tinta que, apoyada en un papel, deja su marca luego de un impacto de un pequeño martillo con la forma de la letra pensada y luego requerida. Después, el texto, por obra y gracia de varios factores fortuitos más que por merecimiento propio, pasará al complejo sistema de impresión de un diario. Y más tarde, también, se sumergirá en aguas internáuticas. Entre las que como posibilidad está la playa de un blog.
Pues bien, más allá de deseos, virtudes y equívocos, lo que aquí se produce es un transporte de ideas. Sin importar los vehículos y las posibles paradas, lo que es interesante observar es la velocidad con la que desarrollamos un traslado de pensamientos.
Qué mejor que Italo Calvino, en Seis propuestas para el próximo milenio, para quede bien claro:
El siglo de la motorización ha impuesto la velocidad como un valor mensurable, cuyos récords marcan la historia del progreso de las máquinas y de los hombres. Pero la velocidad mental no se puede medir y no permite confrontaciones o competencias, ni puede disponer los propios resultados en una perspectiva histórica. La velocidad mental vale por sí misma, por el placer que provoca en quien es sensible a este placer, no por la utilidad práctica que de ella se pueda obtener. Un razonamiento veloz no es necesariamente mejor que un razonamiento ponderado, todo lo contrario; pero comunica algo especial que reside justamente en su rapidez.
Por supuesto: es mejor intento leer todo el libro de Calvino, o al menos el capítulo titulado Rapidez. Pero como párrafo sintetizador, acordemos con estas coordenadas de navegación:
En la vida práctica el tiempo es una riqueza de la que somos avaros; en la literatura es una riqueza de la que se dispone con comodidad y desprendimiento: no se trata de llegar antes a una meta preestablecida: al contrario, la economía de tiempo es cosa buena porque cuanto más tiempo economicemos, más tiempo podremos perder.

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