miércoles, 19 de enero de 2011

El arte y el oficio de contar


Guillermo Del Zotto
gdelzotto@elpopular.com.ar
Comenzar la nota diciendo que el 12 de febrero cumpliría 101 años sería como querer parodiar su obra. Enrique Anderson Imbert podría haber usado en cualquiera de sus cuentos ese inútil modismo periodístico para señalar ese imposible que en muchas efemérides se alarga hasta el absurdo total: “hoy hubiese cumplido 235 años… fulano de tal”.
Anderson Imbert, cordobés, fue uno de los pocos intelectuales argentinos que no pecó de tal. Era profesor universitario, pero en su labor como ensayista y cuentista, esos rasgos rancios que se suele tener desde la academia, fueron menos visible que su talento e imaginación. Y dejó, sobre todo, una gran enseñanza para el género microrrelato.
Su obra narrativa, sus ensayos y críticas literarias son apabullantes. Fue un socialista expulsado por el peronismo. Pero su refugio en Estados Unidos le permitió llegar a profesor de Literatura Hispánica en la Universidad de Harvard. Anderson Imbert se convirtió entonces en uno de los más brillantes expertos en literatura hispanoamericana. Y su academicismo no le impidió seguir el legado de Einstein: “más vale imaginación que conocimiento”, ya que siguió inventando tramas efectivísimas hasta en el lecho de muerte. Murió en diciembre de 2000.
No sabemos si el caprichoso canon nacional lo puso en su verdadero lugar. Es un nombre, una figura, que no suele repetirse tanto como debiera en las enciclopedias. Pero sí obtuvo en vida el necesario reconocimiento de ver publicada su obra completa. Acontecimiento que lo llevó a dejar este breve e impactante legado:
“Tengo ochenta años y, aunque creo que seguiré escribiendo, quiero darme el gusto de ver, yo, una buena edición de mis narraciones completas. Me han pedido que las prologue con una autobiografía. Lo siento, pero no puedo... ¿De veras es importante que los lectores sepan quién soy? Porque yo tampoco lo sé. Cuando escribo yo no soy yo sino varios yoes. Para hablar de mí tendría que usar máscaras, enfrentar espejos, impostar voces... ¡Y triplicarme! pues en mis narraciones hay tres personas en un solo Autor. Por favor, no confundan a los miembros de esta Trinidad: Hombre, Escritor, Narrador”.
Siempre es interesante saber que hay anclas en la lectura de cuentos. Porque el cuentista es quien más ejerce oficio en el campo de la literatura. Es quien más puede charlar de su labor con un relojero o con un boxeador para compartir experiencias. Anderson Imbert utilizó todas las herramientas técnicas a su alcance y siempre supo darle el último toque de gracia creativo. Dejó un testimonio de trabajo que agradecen esos lectores que saben distinguir historias bien contadas. Y también es recomendable para quienes quieran sumergirse en la práctica del cuento.
“La ficción es lo característico de la actividad humana. Somos animales simbólicos que hemos intentado un mundo de símbolos”, ha señalado alguna vez este autor cordobés.
Con un sereno pasar por las filas de quienes pueden llegar a estar destinados al parnaso, Anderson Imbert no dedicó mucho tiempo efímero a construirse una trascendencia. Quizás porque estaba seguro de que su obra lo lograría por sí sola. En su cuento “La Fama”, casi lo dice:
“El poeta la vio pasar, aprisa; y aprisa corrió tras ella y se quejó:
-¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has distinguido: ¿y a mi cuándo?
La Fama, sin detenerse, miró al poeta por encima del hombro y contestó sonriéndole mientras apresuraba la carrera:
-Exactamente dentro de dos años, a las cinco de la tarde, en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, un joven periodista abrirá el primer libro que publicaste y empezará a tomar notas para un estudio consagratorio. Te prometo que allí estaré.
-¡Ah, te lo agradezco mucho!
-Agradécemelo ahora, porque dentro de dos años ya no tendrás voz”.