miércoles, 16 de enero de 2008

Lo que pesan las palabras

Hay que pesar bien las palabras. Durante una despedida, por ejemplo, un término con exceso de miligramos sostenido en la palma de la mano en forma de cuenco, puede traer consecuencias similares a un maremoto. Del modo contrario, si le faltase peso, incidiría como un agujero negro atrayendo para sí toda la materia y dejando el reinado de la nada. Y para siempre.
Distinto es el destino que se puede esperar de las palabras que cuelgan de los labios, famélicas y privadas de la capacidad de pasar a los hombros de un salto. Con una densidad mayor a la de los músculos faciales, pueden provocar en el rostro daños irreversibles. Basta con comprobarlo en ciertos gestos permanentes de gentes que andan por la vida con la cara de esa palabra paralizadora. Entonces ellas dicen siempre esa palabra enquistada, permanentemente, aunque estén hablando de otras cosas.
Hay algunos que terminaron prisioneros de sus palabras por el simple hecho de haberlas engordado de tal manera que al salir se tranforman en sus verdugos. Tienen como amante a la grandilocuencia y su destino es tan penoso como el de un emperador en sus últimos días de poder.
Se sabe que aquellas a las que se lleva el viento tuvieron por parte de su autor un régimen anoréxico que las dejo imposibilitadas de hechar raíces por volátiles. Son palabras fantasmas que no pueden concretarse ni formar parte de ninguna frase ni discurso porque harían desaparecer con ellas a todo el sistema involucrado.
Las palabras empeñadas, pobrecitas, salen ya de la boca con un sino marcado. Financiero y tremebundo, como un esclavo esperando por su dueño mucho antes de saber qué nombran o a quién nombran.
Ni se hable de las hijas del verborrágico, que pasan por la vida con la pena de una sombra, con el vértigo de un cometa al que ahora vemos pero que murió hace millones de años.
Peor es el caso del que las cuida. Del que las pone en sus casillas, como pollos a engordar, para ser saboreadas durante una fiesta que nunca llega. Y, llegado el caso, explotan el recipiente dejando pedazos de lástima pegados por todo el contexto.
Hay que pesar bien las palabras. Y luego decirlas. Hay una instancia a la que todo ser humano tiene derecho en la que puede controlar el peso de lo que va a decir. Como a los boxeadores antes de una pelea. Hay que usar el método. De lo contrario, cuando están en el ring, corren el inevitable riesgo de morir atolondradas en el plástico del protector bucal. Y se han dado casos terribles donde, además, se llevan puesto al protagonista.

Primera nostagia

Anillos de lluvia fueron envolviendo la tarde.
El cuartucho guardaba el calor de los últimos días.
De a poco, como si hubiesen esperado el fresco, le volvieron al pintor las astillas de la creación propia.
En ademán de esgrima dejó escurrir del pincel las primeras ideas. Esas que nadie alcanza a conocer como obra. Como sucede con el músico o con los que escriben novelas exitosas. Desechan el primer aluvión de obviedades porque, conocedores del oficio, saben que son el primer engaño para alguien muerto de sed.
Alguna vez pintó así, con el arrebato de un adolescente apretando contra la pared la primera blancura rosada abriéndose. Pero ahora hacia mucho que, con la cintura de un boxeador experimentado, dejaba pasar de largo los golpes de la primera nostalgia. En verdad, como quien toma el té en el segundo uso del saquito.
La primera línea, de un ocre espeso al medio y un amarillo suave diluyéndose por los bordes, lo acomodó en el mundo. Hizo pie en la base de lo que se había convertido: un excelente tirador de la primera piedra. Como alguien que hubiese batido a todos los duelistas que se le cruzasen.
Hubo veces en las que ese tipo de líneas (algo de no más de ocho centímetros sobre una gran tela blanca) lo dejaba alegremente abatido durante días, hasta que volvía a retomar el cuadro sabiendo exactamente hasta dónde podía llegar.
Hoy no era de esos días. La tormenta de verano no ofrecía garantías de esperarlo mucho más. Como un enorme buque pasando lento por su ventana, las nubes y sus anillos de agua eran una silenciosa sirena que presagiaba el desamarre.
Y, a decir verdad, a la muestra individual de la próxima semana no le vendría nada mal una nueva obra. Esta, que ya parecía tener garantizada la sonrisa del diablo de entrada.
El cuerpo entonces, como una antorcha que se consume en el viento nocturno, se contorneó unos tres minutos incesantes. Pintó con los colores que se habían mezclado en la pasión. Cuando no tuvo más acrílico al alcance del brazo, vaciló. Luego aprovechó el sobrante tibio aún sobre sus dedos y dio algunos conjuros sobre la tela con los índices y los pulgares.
Después retrocedió y avanzó. Se separó y se acercó al cuadro tantas veces como para dar la idea de múltiples espectadores observando el cuado simultáneamente.
(Publicado en enero de 2008 en El Subsuelo)

Cruel en el cartel

No hay pájaros
es temporada de masacres
debemos confeccionar el bestiario entre nosotros
Noviembre inicia un bosque de afiches que se descascaran.
Pasa el aire que nos renueva el exilio.
Calvicie
Siente estirarse la piel de su vientre. Oye crujir su arrepentimiento. Pero también bebe con fruición las gotas pausadas, interminablemente dulces que produce el placer de no tener que ser lo que se prometió.
Erario
Al ladrón de gallinas se le convierte en campo de concentración el gallinero.
Se hacen fiestas públicas con elefantes como invitados.
(nos acomodan como testigos sin privilegios)
Nuestros únicos errores fueron de ortografía.

Naufragio
Aprender a aguantar la respiración para dejar pasar de largo a los barcos que pudieron salvarnos.
Y esperar que un disparo de incertidumbre nos reinicie en la escena.

(Publicado en agosto de 2007 en El Subsuelo)

Puntualidad

Como si fuera útil ¿para quién? el ejemplo o necesaria ¿para qué? la advertencia. Olga Orozco.

Pasos:
decirlos
pero no darlos.
Malaventurados los insomnes
todo destino huele a emboscada
y la constancia es un delito.
Son de humo todas las señales a los bordes de la rutas del éxito.
Nada puede decir algo si no tuvo antes el examen del silencio.
El ejercicio de tu corazón necesita conocer el sentido trágico, como un bosque reclama el encantamiento.
En tus perchas vacías de contradicciones están desovando las peores larvas.
Una lluvia de seguridades agujerea con sus estalactitas el último refugio. Ese que sólo conocerías con el último lengüetazo de la necesidad.
Estás adiestrando perros que se comen por la cola, comenzando por la mano que los somete.
Llamás guarida al cielo abierto por donde caerá el vómito de dios.
Ensayaste tres tipos de marchas nupciales para una ceremonia de uno solo, en la que no habrá ni siquiera alguien para corregir la hendija en la tapa.
Ojalá desde ese ojo de luz puedas leerme tardíamente. Con las uñas inserviblemente crecidas para dibujar la última señal en la madera. Y que nadie verá, salvo el más fiel de los adiestrados perros, que no saben leer.
Nocturno
caen sobre la mesa de luz lágrimas desde ningún lugar.
Una injusta medida pide que hagamos silencio como quien hace la cama.
No hay nadie más.
Y nos levantamos a la misma hora.
(Publicado en julio de 2007 en El Subsuelo)

Bar El Olvido

"Prohibido escupir en el suelo" -decía el primer cartel en el desgastado bar- y debajo agregaba "Prohibido tener problemas con el infinito".
Esteban sabía de un modo inestable, incómodo, como esas ideas que no se terminan de agarrar bien, que no permanecería mucho tiempo más ahí. Y mucho más endeble aún era la razón por la que había llegado hasta ese bar que, como un museo, se extendía en galerías con carteles y advertencias.
En el que a continuación apoyo la vista Esteban decía: "Lugar de fumadores y caminantes de la Senda del Perdedor".
Pasó por mesas de ajedrez, mus y tute. Nadie movía ni piezas ni barajas.
Esteban sintió entonces un peso en su mano. Y recordó por qué estaba ahí. Preguntó por el señor Velázquez y le entregó el sánguche que le habían pedido.
Entonces sonó un tango sin música.
Se llamaba Olvidar el Olvido:
"Mientras un tango es apenas hablado
el fondo de un vaso como espejo
y siluetas perdidas como acompañantes.
La conciencia charlatana, sombra urbana,
Capitana de la desdicha.
Idiota idioma sin giros.
Consentir el sinsetido.
Cacofónica estridencia en práctica inutilidad.
Con valijas en la mano
En la sala de estar de lo que se fue.
Autodiscurso verborrágico de las horas
en las que los amigos duermen
y el amor es soñado en su mínima intensidad.
Sólo a veces el mundo es más grande
que la mesa de un bar.
Sólo a veces, muy de cuando en cuando,
la vida te da sorpresas".
Cuando el tango terminó, increíblemente Esteban había retenido cada una de esas palabras que, a decir verdad, no combinaban para nada con la métrica de una canción.
De pronto sobrevino un mareo intenso. Como una resaca de años que llega de golpe.
Se fue apoyando por las descascaradas paredes, sorteando carteles infernales hasta poder divisar aquella brillante y única indicación que no tenía agregados metafísicos: SALIDA.
La retirada del chico fue como la del humo de los cigarrillos cuando alguien abría la puerta desde afuera.
En el fondo, con los ojos desmesuradamente abiertos, quedaba don Esteban Velázquez, con un sánguche en la mano y una botella de jerez a punto de extinguirse sobre la mesa.
(Publicado en julio de 2007 en El Subsuelo)

Cien goles en soledad

La pelota hizo un ruido absurdo debajo de los tapones. Como el chillido de una rata que quiere escapar. Manuel, con una leve presión de su mano sobre la rodilla, la estabilizó. Habían cobrado un tiro libre al borde del área. Lo que se dice un penal con barrera. El arquero se había convertido en un espontáneo discípulo de Hitler: con su brazo derecho erguido, la palma de la mano hacia abajo, cuatro dedos de cuero extendidos que pretendían ser los de un titiritero y puteadas de arenga que salían de su boca.
El lunes pasado me había acordado del cumpleaños de Manuel. Y le había llevado un par de zapatillas de esas que siempre mirábamos de chicos sin posibilidades desde las vidrieras. Me dejó helado cuando me dijo, al ver la marca sin abrir el paquete, que estaban buenas pero que sólo las podría usar de entrecasa porque si lo llegaban a pescar para una nota o le sacaban alguna foto sin la marca que tenía que usar...
De chicos, cuando Manuel llegaba al entrenamiento recuerdo que su diminuto cuerpo mentía su edad. Lo ponían de ocho y laburaba de ocho. Le decían que tenía que defender y defendía. Por eso, cuando pudo demostrar que era delantero con "olfato absoluto", lo dejaron arriba, bien libre, para siempre. Se podría decir que por los equipos que pasó luego, logró que los demás diez hicieran todo para que su voracidad de redes quedara satisfecha. En cada partido largaban a Manuel como a un demonio de Tasmania que se la pasaba cruzando el área grande con o sin pelota. Y se la ataba a los pies cuando venía alta de un rebote o cuando corregía uno de los pases de sus mediocres compañeros. Ahí la clásica era una diagonal contra viento y marea y luego un cañonazo inverosímil que salía de una maniobra cortita e irreproducible hasta para un contorsionista.
La tarde de otoño en la que lo vinieron a buscar para primera fue de alegría para todos. Los chicos habíamos entendido con madurez precoz que lo nuestro no daba más que para relleno. Lo despedimos a Manuel y a los siete días ya lo estábamos viendo escupir por televisión en primer plano. Antes de irse me dijo con sana ironía "seguí laburando de 2, por ahí...".
Otra cosa que tenía Manuel era la pegada con pelota parada. Pero algo de eso también había cambiado. No en prestancia ni en efectividad. Sino en algo que nadie adivinará jamás: la diferencia estaba en el entrecejo. En un pedazo de arruga que denota preocupación donde antes había un pedazo de piel tenso pero con temperatura de placer. Con hambre de una gloria distinta. Qué sé yo.
Hay que decir también que en realidad ha sumado efectividad. De hecho los cuarenta mil rostros del estadio giran ahora alrededor de la cabeza de Manuel con un silencio pasmoso. Todos quieren saber si va a convertir el gol número 100 de su maratónica carrera.
Manuel retira lentamente el pie que sostiene la pelota e inicia tres enormes zancadas hacia atrás. El silbato del árbitro recorre una extensa escala de graves a agudos que parece partir la cancha por la mitad. Yo me agarro los testículos pero no cierro los ojos. Y me acuerdo del comienzo de una novela:
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde..."
(Publicado en abril de 2007 en El Subsuelo)

Líneas subterráneas

No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen filosófico o patológico quizá, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas. Don Miguel de Unamuno
Es un hambre al que, solícitos, recibimos sabiendo que no será saciado. Un hambre condenado a no tener remedio, comida, satisfacción. Porque la plenitud de ese hambre es tener siempre hambre.
¡Qué infección prematura suele ser! Cuánta vergüenza suele acarrearnos. Primero somos unos niños desubicados, insalubres, pálidos y malhumorados. Luego pasamos por una máscara para convencer y autoconvencernos de que nos llegó una jubilación antes de tiempo.
Pero no dura mucho el engaño.
Fotos amarillas son las encargadas de traernos el más actualizado de los presentes: siempre quisimos ser así. Teníamos ese hambre que no era para el estómago del que los demás hablaban. Como a esos niños a los que se le ocultan sus orígenes, así, nosotros nos convertimos en nuestros propios padres para convencernos de que no éramos adoptados. Toda la máscara cae luego.
Las líneas subterráneas estaban en nuestras manos cuando aquella gitana nos asustó en la esquina.
El despertar del deseo sexual suele ser más capturable por los Controladores. Pero no tan castigado, por cierto, como el del prematuro sentimiento trágico de la vida.
La castración mental tiene métodos más sofisticados. Pero están destinados a fracasar.
Nuestro cuerpo, a pesar de las maniobras de distracción que se ponen a funcionar, guarda una memoria que, se diría, es material. Una memoria con almacenamiento en cada uno de los poros de la piel. Una metafísica infancia latente que se queda acunando lo que está vedado por el momento. Y un buen o mal pero inexorable día, sale a resplandecer. Ahí advertimos que el hambre continúa. Y tiene más hambre de ser hambre que al principio.
¿Qué pasó con nuestras ideas mientras tanto? ¿En qué cubículo perezoso se convirtió nuestro cuerpo al no poder sostener la edad del rayo?
En nombre de la Ingenuidad, como al pasar por un detector de metales, nos hacen dejar el olfato. Descargar el sentido de orientación de nuestra conciencia en formación.
Todo es, desde entonces, un sinuoso camino por querer encontrar nuestra mirada perdida.
¡Terrenos de Babia que nos deben! La clausura de unos montes que no tenían derecho usurpar. ¿En nombre de qué ficticio bienestar viene este retardo? ¿Cuáles son las mejoras de sus despabiladas experiencias? ¿Por cuáles miedos no nos permitieron alcanzar mayor velocidad de pensamiento? ¿Qué vergüenza les lavamos mientras sus envidias nos mantenían con la cabeza debajo del agua? ¿Qué temporal inválido era el que no podíamos mirar? ¿Así como están se creen graciosos?
Los toboganes de su supuesta protección son ahora cuesta arriba. Donde arde nuestra hambre. Con nuestro nombre. Y al que alguna vez nos hicieron dejar a la entrada de este juego.
(Publicado en enero de 2007 en El Subsuelo)

El entierro de un payaso


La sangre de los cómicos de la legua como torrente de barrio diluvial. Y una mueca colorada colgada del cielo.
Sin paraguas y a pleno sol fue el entierro.
Aduaneros de seriedades que no sirven para nada dejaron de tener efecto.
A doña Muerte no le gustó nada ver llegar ese cortejo. Se le llenó de color su agujero maldito. Y la luz de una nariz colorada la hizo poner de ese mismo color. A ella, tan a gusto con cara de talco (ella es a su modo, un payaso a medio terminar).
Un atajo en la tierra. Un hueco para que descanse con su traje transpirado de genuina savia. La sabiduría es estar allá, riéndose.
Los sepulcros suspiran envidia en sus terrones enmohecidos. Y hay un grito sepulcral que se repite: "yo también quise vivir así. Pero sobre todo, quiero ahora estar muerto así".
Hay que pintarse encima de la tristeza.
Nadie ve en los corazones.
Hay que hacerse payaso al segundo de perder un amor. Ponerse el elástico encima de la herida reciente. Y saber que en la pista no sólo puede morir el trapecista.
Hay que salir a hacer la función sin nadie.
Y, en los casos de mucho público, tener siempre reservada una butaca al olvido.
Guardar al menos una cuerda para que al tocarla broten todas las canciones.
Un cansancio de siglos descansa en el ataúd. Que ahora los compañeros de ruta llevan extrañados por la levedad.
Pesamos lo mismo que hemos hecho. Y haber regalado al aire nuestra esencia no nos hace olvidables, sino etéreamente eternos.
Luego, es mejor llegar como recuerdos en imprevisibles y suaves brisas antes de golpear como martillo con nuestras absurdas acciones hechas a semejanza de nuestra propia salvación.
Hay una enorme fortuna en las risas que provocamos en bocas que nunca conoceremos.
Todas esas maravillas se abren al final con las fauces de la tierra.
La Muerte pasa de largo cuando depositan al payaso. El barro junta con la esencia de una peluca anaranjada. Se riega el planeta con un profeta que no tuvo discípulos.
Y todo lo que rodea al colorido cortejo y queda de este lado de las convenciones, envejece de patetismo.
(Publicado en diciembre de 2006 en el Subsuelo)

Hernandiana

(Me sobra el cerebro)
Hoy estoy sabiendo el qué y el cómo,hoy estoy para razones solamente,hoy no tengo amistad,hoy sólo tengo ansiasde arrancarme de cuajo el cerebroy ponerlo debajo de un zapato.
Hoy reverdece aquella duda seca,hoy es día de cálculos en mi reino,hoy descarga en mi cráneo el desalientolimbo desalentado.
analizo con frialdad las navajas,y soy cuerdo con aquel hacha compañera,haría un tintero de mi cerebro,
Tengo la pena de una sola teoríaque vale más que toda la imaginación.
Una certeza me ha dejado con los brazos caídosy no puedo tenderlos hacia más.¿No ven mi boca qué segura,qué conformes mis ojos?
Cuanto más me pienso más me aflijo:cortar este dolor ¿con qué tijeras?
Ayer, mañana, hoyrazonándolo todomi cerebro, pecera melancólica,lago de ruidosos moribundos.
Me sobra cerebro.
Hoy, descerebrarme,yo el más cerebrado de los hombres,y por el más, también el más amargo.

Pessoana
Si el cerebro pudiera sentir, se detendría.
Nerudiana
(Elegía al cráneo)
El huesudo
sótano del pensamiento,
el coco amargo,
la bóveda de la risa
protectora
como una caja de reloj
de arena desmoronada.
Las
circunvoluciones arrugadas
como una cordillera que nos sumerge
y en ellas
la vanidad, la hiel en movimiento,
la mortuoria corona
del disimulo,
las trampas del recuerdo.
El duro
mineral,
la osamenta
de la tierra,
y herido aún
en este
llanto escupo
el cráneo, el tuyo,
el mío,
el cráneo,
la desmesura
impropia,
la caja fuerte, el casco
de la muerte,
la nuez de la discordia.
(Publicado en octubre de 2006 en el Subsuelo)

Dostoievski frente a un cuadro de Holbein


Filósofos y escritores contemporáneos, como es el caso del mexicano Sergio Pitol (Premio Cervantes 2006), coinciden en que no habrá una destrucción del libro por Internet, sino que serán complementarios.
Muchas veces tomada como expresión de deseo, uno lee la frase y se deja convencer. Pero cuando hay un acción concreta capaz de llevarla al terreno de lo irrefutable, es mucho mejor. A continuación, un testimonio.
En Clarín del martes 7 de febrero el crítico Juan José Santillán hace una excelente crónica de la obra "Los mansos". Es la muy propia adaptación teatral de Alejandro Tantanián de la novela "El idiota" de Fedor Dostoievski. No solamente logra que el lector comprenda lo que ocurre en el escenario, sino que nutre la crónica con datos certeros y convocantes. Santillán se explaya sobre un cuadro que aparece en escena. "El Cristo muerto", del alemán Hans Holbein. Es porque el personaje de la obra -Rogojín- menciona el párrafo textual de Dostoievski: "frente a este cuadro uno no tiene otro camino que perder la fe". Si uno indaga en biografías sobre el gran escritor ruso, sabrá que ese cuadro fue una obsesión real del autor.
Dostoievski lo menciona exorcizándose por medio de sus personajes, pero conocemos que verdaderamente tuvo esos planteos cuando se paró a pocos centímetros de él.
Se trata de un óleo donde Cristo yace luego de ser bajado de la cruz. Y tiene un formato transgresor para la época (1521). Está pintado sobre una tabla de 30,5 centímetros por 2 metros. Un tamaño natural impactante. Pero mucho más lo es en su detalles. Ojos y bocas abiertos, como epicentros de una oscuridad que proviene del infinito. Y un cuerpo demacrado hasta lo imposible.
La mismísima esposa de Dostoievski, Anna Grigorievna, lo cuenta así en su diario: "Camino de Ginebra, nos detuvimos un día en Basilea para visitar el museo donde se halla un cuadro del que habían hablado a mi marido. Es un lienzo de Holbein, en el que se ve a Cristo, que acaba de soportar un martirio sobrehumano, descendido de la cruz y descomponiéndose... Demasiado débil para mirarlo más tiempo, me fui a otra sala... Cuando volví, mi marido estaba aún allí, en el mismo sitio, encadenado. Su rostro emocionado tenía esa expresión de pánico que ya le había notado muy a menudo al comienzo de sus ataques epilépticos".
¿Qué posibilidades tenía varios años atrás un lector latinoamericano, embebido en las palabras de Dostoievski, de conocer esa figura que había estremecido el alma del escritor? Un alma que para estremecerse necesitaba mucho más que cualquiera de sus contemporáneos. Imaginar un viaje a ese remoto museo era el consuelo. Pero con Internet, y gracias a un periodista generoso en detalles en su crónica, uno puede llegar a una reproducción de alta definición de ese cuadro. Recorrer con asombro y mouse tembloroso una pintura que no cabe en el cuadrado de la pantalla, porque se presenta de manera horizontal. Y tener, en una mínima proporción, el golpe de efecto del autor de Crimen y Castigo.
Internet y los libros, en este caso, nos participan de una boda enriquecedora. Sin uno o sin el otro, la experiencia hubiese quedado incompleta. A pesar de que el viaje a ese museo sigue vigente en el encendido de nuestro deseo, tenemos otra imagen que nos ayuda a sostenerlo.
Recomendación: tipear en un buscador "El Cristo muerto Hans Holbein" en el ícono de imágenes.
(publicado en febrero de 2006 en El Subsuelo)

Epifanio

He sentido pasar sobre mí el viento del ala de la imbecilidad. Charles Baudelaire.

El cerebro es una enfermedad reversible.
O al menos tiene paliativos.
En el Volcán que entrega palabras -si uno procura llegar a sus pies tomando los recaudos necesarios- puede encontrarse con las lágrimas de plata, aquellas que derivan de los labios de la sinceridad.
En el Monte en el que reina Epifanio, podemos redimir parte de nuestra mancha, sanar algo del barro del presente.
En la Cima de la Gran Pradera nos es concedida nuestra infancia, para una breve visita a lo que olvidamos ser.
Recuerdo es la palabra enemiga. La oposición, la que ensangrenta el significado de epifanía.
Re-cuerdo es una obscena reafirmación de que ahora estamos cuerdos.
Porque olvidamos que no hay mejor cuerda que la del cable delgado por el que pende nuestra fe, como una enorme araña (*).
Los juegos alucinatorios de nuestra edad temprana fueron descuidados. Quedaron al desamparo del viento de los años. Y toda la tarea desde entonces es el intento de recuperarlos a fuerza de sustancias.
Un poco de líquido amniótico debería quedarse rodeando nuestro cerebro. Las membranas que lo reemplazan no son suficientes.
Todo el empeño lo ponemos en prohibir lo que no podemos recuperar.
Por eso alguien alguna vez bajó del Gran Volcán con algo que no eran palabras. La música sí agujerea distancias. Distancias abismales como la que separa la mente del corazón.
La música es la cinta transportadora de la epifanía.
(*) Referencia al poema de Annie Sexton "Un cable delgado".
(Publicado en octubre de 2005 en El Subsuelo)

Neruda-Pessoa, Pessoa-Neruda

Hago paisajes con lo que siento. Ferias con mis sensaciones. F.P.
Salí vestido de agua, me extendí como un río hacia el horizonte // Rodé con las estrellas, mi corazón se desató en el viento. P.N.

Neruda antes de desayunar.
Pessoa después de cenar.
El paisaje y el adentro.
Y todas las dudas de que eso sea cierto.
Ritmo.
Desacompasamiento.
Unidad.
Fragmentación.
Uni-verso.
"Soy pastoral poeta" dice el de Isla Negra.
"Mi destino son los payasos que perdí en la caravana" asegura el portugués.
Y cuando el peso de los párpados de la noche nos cierra el libro ¿quiénes somos para ellos?
Como nos guardan en su memoria de terremotos y maremotos estos dos guardianes de la bóveda del sueño.
Qué recogen de nosotros en el humo de la no vigilia.
Cuándo ocurre el conjuro en el que deciden cómo vamos a despertarnos. Si barrancosos en Lisboa si marítimos en certezas de arena.
Ellos no se conocieron en su residencia en la tierra, pero ahora se conceden siestas celestiales e infernales.
Pero antes, cuando el rayo todavía estaba en el viento, se debe haber dejado caer un otoño muerto en las costas de Portugal. Que la marea suspendió, como un alga-vestido de ángel fulminado, y dejó más adelante en Chile mojado.
Un razonamiento de cielorraso quiere que sea verdad. Que hubo una botella en el mar. Que la sal penetró en las yemas de los dos. Que el mismo Neptuno fue el que apartó las sirenas musas del mismo verso. Que un soneto vuelto del revés se lee para uno aunque sea del otro.
Los dos libros respiran con el ritmo de nuestro pecho desorientado. Como un mapa de venas. Como una hoja con todos los otoños reprimidos.
Murciélagos y gaviotas. Palomas y teorías.
Un parpadeo para cada uno. Y así sucesiva y lentamente llega la piedra del sueño. Nuestro cuerpo se entrega como a una autopsia.
Y las poesías de Neruda y de Pessoa son dos novias que se nos disputan el corazón del cerebro.
(Publicado en noviembre 2005 en el El Subsuelo)

Arte poética

Tomar al poema-casa
para la extracción de una idea-piedra
¿por qué tanto desorden
en el palabrerío de los pulcros?
Dejarse dictar
pero no hay filo de tajos
perdurables
Hubo alguno que fue arquitecto
otro, ermitaño posmoderno, se hizo un jardín
Dejaron la vigilia
el espectro del no-poema, para llenarlo
el anochecer en la casa del verso inmaduro
¿no era soledad lo que se había pedido?
¿Por qué no padecer ahora el dolor que fue requerido?,
esculpido en saliva el trono que ahora se niega.
¿Cuándo fue que se deshizo la vocación de víctima?
***
En el chasquido del látigo, no en el látigo. Así como en Pessoa y no en la literatura. En un sueño dentro de otro, pero que sueña nadie. Insustanciabilidad, sobre todas las cosas.
***
Las vendas del poema
antes de su no ser
transforma los mitos en tertulia
deja escurrir lo descifrable
Intérprete de la efigie, no su sombra.
La búsqueda se pierde a sí misma
en círculos
en el bosque de la dormida
***
Los cielos han cambiado.
Beber del cansancio amenaza con su infinito.
Y de la fuente de las probabilidades salen llaves sin cerraduras.
Alguien ha creado una hierba para la que todavía no nació la bestia adecuada.
Hay un hambre sin estómago que busca en los rincones del viento.
Paisajes lastimados de ausencias y escenas gloriosas que no volverán a repetirse y que nadie registró.
Se está transpirando intrascendencia con la misma energía con la que pudimos haber puesto pasión.
***
La efigie se fuma los dedos
el ama de casa se estira el delantal
los manteles del olvido
el viento, los patios
la mano negra quita el bocado
y en el zarpazo se lleva el otoño
del centro del sol.
Los intelectuales siguen empecinados
En continuar las líneas
Del dibujo
De las cosas que no sirven
El viento del patio y los manteles
nos toman de la solapa y nos dicen
que somos suciamente uno de esos.
(Publicado en septiembre de 2005 en El Subsuelo)

El arte de la espera

TEATRO DE BARRIO.
Cerca hubo un cementerio de tranvías,
La casa que fue fonda, la fábrica desierta.
Un día levantaron el telón:
no había nadie en la escena.
Raúl González Tuñón.


Hay tantas cosas esperando ser escritas, pintadas, filmadas. Pero se hace difícil la pesca.
Y no es tanto problema de la carnada como de los pescadores. De merecer la dignidad de la consulta.
El arte no se permite ser novio de la nada.
No hay que olvidar cuáles fueron los dedos que verdaderamente detuvieron por un instante las vueltas que el mundo da sobre el eje de lo obvio.
El amarillo de Van Gogh.
La corteza de la amígdala cerebral de Dostoievski.
Una bacteria en el hígado de Pessoa.
La nota no encontrada de Bach.
En el "Epitafio para la tumba del poeta desconocido", Tuñón escribe que "además de diálogo del hombre con su época, la poesía es un estado de ánimo".
Pero, a veces, también es ese estado de ánimo el que huye. Como el precario pensamiento del último dinosaurio.
Un electrón desnudo.
Una sensación vagabunda que no aterriza nunca. Salvo en el barro de un pedazo de tierra virgen. Desposeída de vida latente.
Cuántas cosas se agachan y esquivan el zarpazo del artista. Y quedan para la próxima. O para nunca.
(Publicado en mayo de 2005 en EL Subsuelo)

Fondant

La madrugada no tiene corazón. Joaquín Sabina.
Es que el corazón de la madrugada son quienes la atraviesan.
Las brumosas puertas se abren una vez al día para que respire eso que la luz del sol fulminaría en segundos.
Si uno pudiera transportarse a través de las miradas de la madrugada, conocería una velocidad única.
El vértigo, todo junto, de lo que no puede ser. De lo que nunca será.
Se trata de una música muy especial. Es la sinfonía compuesta por todos los solistas que han fracasado.
Comienza con semejante altisonancia que termina espantando a los perros menos acostumbrados.
Pero aquellos que saben escuchar más allá de las apariencias, podrán descubrir la Gran Polifonía Negra de la Sinceridad.
Durante la madrugada las miradas son un transporte de fuego.
Se murmura en ritmo de lava.
Llevan incandescencia todos los pechos que de día parecen marchitados.
La madrugada endereza a los jorobados.
Se trata del entreacto.
De los murmullos entre bambalinas.
De los preparativos que se pergeñan con la paciencia de un diablo que aprende punto cruz.
La madrugada nunca tuvo corazón.
Siempre latieron quienes la atraviesan, aquellos que barren las colillas antes de la función.
De madrugada el viento tiene la voz de Raúl González Tuñón.
("La libertad anda desnuda", sopla).
Los locos encuentran oídos.
Luego:
"El día se levanta. Va despegando los cordones de la vereda. Raspando el fondant de la hipocresía nocturna".
Y hasta se animan a caminar por él algunos de los que fueron corazón de madrugada.
(Publicado en mayo de 2005 en El Subsuelo)

Oleo sobre arpillera

La realidad duerme sola. León Gieco.
Hay un paisaje que no se detiene nunca. Con los contornos del otoño atados a un azar de vendaval. Como a bordo de un tren desbocado y sin maquinista. Un tren que lleva, en un vagón de carga, enormes leños como explicación.
Nadie detiene a esos cuadros de felicidad a toda velocidad.
La estación del silencio se disuelve en líneas de un expresionismo incomprensible. Como pintada por un loco genial fuera de época.
El tiempo, pies de riel, lanza carcajadas que son pendientes. Sólo hay derecho al vértigo.
Hay un bosque de adioses, que a la pasada amenaza con un abrigo de abrazos.
Los que van recibiendo la noticia de lo que son, bajan amordazados de comodidad. Los que tienen al viento como padrino de lo no encontrado, siguen huyendo hasta que el horizonte haga su parpadeo final.
Todo tiene colores en una gama que no va más allá del brillo de un terracota, un gris plomo o un violeta desteñido hasta el olvido.
Las nubes desatornilladas giran sobre sí mismas.
Y hay un infierno adelante y atrás de la tela.
Han escapado: el loco que pintó, el público, la pared lógica donde colgarla, el dolor que hace falta para mirarla... Es una tela exiliada de toda interpretación.
Pintada en óleo sobre arpillera, la realidad enrarecida se despereza y apenas puede creer que alguien haya soñado con ella.
(Publicado en marzo de 2005 en El Subsuelo)

martes, 15 de enero de 2008

Una historia en treinta minutos

"Ventiló el sarcófago de sus ganas. A pesar de que el cielo amenazaba
tormenta, lo colocó en el patio y se quedó contemplándolo desde la
ventana de la cocina. Puso agua para el mate. En media hora, se
acabaría el mundo". (inicio de "Una historia en treinta minutos").

Apologia de lo breve


"...Que confundan, de a ratos. Que saquen chispas. Que canten. Que
griten. Que provoquen a intervalos. Que tengan hambre. Que al mismo
tiempo sean comida. Que chupen la sangre. Que saquen la lengua. Que
contagien rabia..." (Del prólogo de Apología de lo breve).

Al costado de la noche


Comprenderme fue tu primer asesinato. Criaste un animal esterilizado.
Me equivoqué de verdugo, lo sé. Si tan sólo hubieses actuado con
rapidez. Montaste guardia cada día. No dejaste que se estropeara un
solo pelo de mi maldito cerebro. Me escondiste la necesidad".
(Fragmento).

Santa Ironía

El único ateísmo es la pavada. Hugo Mujica.

Si alguien ha ido perdiendo fieles en todo este tiempos, esa ha sido la ironía. Porque la construye tanto el emisor como quien la recibe.
Nadie se anima o intuye o concibe que se pueda jugar al póker sin cartas de póker.
Lo obvio no deja hendijas. Debe estar en su punto de implosión, como una súper nova en el final de su vida.
Nos hemos construido tal materialidad que no puede ser atravesada por ningún tipo de luz. Ni siquiera el agua lechosa de la ironía que acaricia.
Y nos provincializamos de mundo. Le jugamos al achique a la inteligencia. Un vergonzoso off side mientras miles de monos vamos saliendo del área.
Nos gusta que nos alcancen las esquirlas de la nada y ponemos el grito en el cielo si vemos que alguien nos dispara rayos de luz.
Hay ironías, no todas, casi ninguna, que pinchan cuando entran. Pero, sin dudas, lo que no hay es esperanzas de vida cuando la piel se nos cerró a ellas.
"Comprar es mucho más norteamericano que pensar", dijo algún día Andy Warhol. Y desde allí no se ha parado de norteamericanizar.
La ironía es la única arma revolucionaria efectiva que nos queda. Un arma que se carga con la pintura que usaba Goya o con la mirada de un Roberto Fontanarrosa.
La ausencia de ironías nos hace a todos hijos adoptados del sarcasmo.
Trastoca sonrisas de Giocona por vulgares risotadas de hiena.
Enrreda los hilos sobre el escenario y en la calle somos marionetas desorientadas.
Hoy nos averguenza menos vernos desnudos (sin ropa) que vernos como somos.
Además de la molestia que provocamos a los mojigatos, la cuestió es que conspiramos contra la teoría de expansión de la conciencia.
Como si por lo único que viniesemos al mundo fuese para hacer historia. Lo que se transforma en un enorme bifet para engullir por cualquier político.
El arte no absorve, no encuentra poros. El artista, incapacitado para desdoblarse, cae dormido en su aburrida lucha por encontrar ironía.
Con esta tendencia, que es universal pero en el barrio se nota más, hasta el más burdo de los magos se quedará sin espectadores. Sus trucos serán transmitidos generacionalmente con la misma tristeza que los recuerdos de guerra.
Volvamos a Warhol, cuando todavía los norteamericanos conservaban la autoiroía: "son las películas las que ha manejado las cosas en EE.UU. desde que se inventaron. Te muestran qué hacer, cómo hacerlo, cuándo hacerlo, cómo sentirte en relación con eso y cómo parecer que te sentís con relación a eso".
Alguna vez nosotros tuvimos a Osvaldo Soriano y a Manuel Puig.
Ahora, el Gordo es el Gordo, el Flaco es el Flaco y Katherine
Lo digo en serio.

Arte Joven


"Los jóvenes poetas (...) nos remiten con sus versos a aquello que tan bien lo expresaba el poeta bonaerense Roberto Juarroz, cuando en su Poesía Vertical dice ... "el poema es siempre joven, valija tibia de la vida, estuche que preserva la memoria...". (Del prólogo de la antología del Premio Arte Joven de la Provincia de Buenos Aires).
"Cae, sobre las brasas de la tarde,/el conejo de Alicia en el País del Hambre". (Fragmento).

lunes, 14 de enero de 2008

Transformación

-"Un pesimista, al menos, sabe lo que va a pasar".
Así le había contestado Esteban a su jefe.
Eso le había costado que le respondieran:
-Andá a la puta que te parió.
De todas maneras aceptó la puteada de buen ánimo, ya que hubiese sido peor que su jefe siguiese insistiendo en pedirle una estúpida editorial optimista.
Pero él estaba en una revista optimista, de ideología holeográfica. No pasaría mucho tiempo para que la discusión volviese a enfrentarlos. Incluso podía suceder antes de que termine el día de trabajo.
Esteban encendió un cigarrillo a pesar de la acidez que hacía un relámpago de su esófago.
Largó el humo por la nariz y dijo, sin que su jefe lo escuchara, "está bien, infeliz, si querés optimismo, acá tenés".
Sus dedos comenzaron a hundir teclas de una manera que parecía la ejecución del himno de la alegría.
Una costumbre que tenía al redactar era marcar el ritmo con un pie. Si bien carecía de estructura musical, lo hacía como para acompasar las frases. Un rito que intenaba predecir algo de coherencia a lo escrito.
¿Por qué no lo echaban? Simplemente, porque después de unos 10 años la indemnización resultaría lo suficientemente molesta como para provocar la gastritis de algún integrante del directorio.
Esteban se convirtió de pronto en un potro enfurecido, un salvaje llevando en andas al mismísimo sol. Una máquina de fabricar optimismo enajenante. Repulsivo.
Cada frase le revolvía el estómago, pero sólo mientras la atravesaba. Luego del punto, se detenía un segundo para reelerla y la sensación siguiente era de irónica alegría. Pensaba en los posibles lectores. Pensaba en el efecto que podía provocar un final a toda orquesta para alguien compenetrado en la historia. Sentía el poder de cambiar la actitud de alguien que, desmoronado al comenzar a leer, optaba por abandonar la idea del suicidio. Se engolocinó y trabajó cada párrafo como para salvar a toda la Humanidad.
Detenido en el medio del río, en la mitad de una historia que podía resucitar a los muertos, optó por descansar la vista y la elevó por encima del horizonte superior del monitor. Una extraña sensación le provocó la gris cortina tapando el ventanal. El había alzado la cabeza con el inconsiente puesto en un paisaje. Pero luego entendió que desde hacía 10 año trabajaba a cortinas cerradas. Se paró y la corrió de un manotazo. Recordaba el paisaje: inútiles antenas del televisión, balcones con ladrillo a la vista y al final, como una tormenta que se acerca, las sierras.
Inmediatamente se sentó al teclado arrastrado por una idea torpe pero divertida: en la mitad de la historia, llevaría al personaje a la punta del cerro a gritar todo lo que estaba describiendo.
¿Qué era lo que le habían pedido? ¿Una editorial o una nota color? Ya lo había olvidado. También había olvidado que las páginas tienen un determiando espacio (el que la publicidad permite en la zona superior). El prolongaba sus ideas como si estuviese escribiendo con piedra en la mismisima sierra.
¿Qué decía Esteban en su historia? No mucho, ni muy interesante. Simplemente había conseguido el ritmo de un lenguaje interpretador del sentido común y a la demagógica manera de entender a los lectores, le dio una vuelta más de tuerca y cabalgaba a buena velocidad. Un galope que cualquier lector podría recibir con beneplácito.
¿Cualquier lector? Se preguntó Esteban. Entonces esto puede ser un cuento... o una novela.
Había cambiado el turno en la redacción de la revista. Era la hora de editar las "notas simplonas de esa revista simple", como le gustaba decir.
Pero Esteban no se había percatado ni siquiera de que su jefe se había ido a la casa sin pedirle el printer de la nota.
¿Era para publicar en el número que sale mañana? Fue la otra duda de Esteban que increíblemente seguía tecleando mirando la montaña, estático, con las manos en el teclado y con la mente recorriendo el staff de la revista.
El héroe que él había llevado a la punta del cerro estaba en el paroxismo. La historia estaba en la parte más importante: luego del nudo y antes del final, un final que todavía no se visualizaba completo.
Esteban ya no supo si mañana habría editorial en la revista, si había la vendita nota color de cuatro páginas indispensable para las lectoras más ortodoxas.
Sin fumar más de un cigarrillo, Esteban había logrado unas cuatro carillas de una simpática, monstruosa y efectiva narración. Supo que era de noche. Alguien avisó que ya cerraban la tirada. Se apuró con el final que había asomado a la boca de su corazón. Firmó. Le puso a los lectores un aviso en negritas prometiendo la continuación de ese personaje en los números posteriores y se prometió a él mismo hacer de esa historia una gran novela.
Entregó a corrección el material, aún sin saber si saldría al día siguiente, y se fue a dormir. Durmió en su cama, pero en lugar de techo, con un cielo de sierras y luna grande.
A la tarde siguiente, a pocas horas de haber salido la revista a la calle, lo llamó su jefe. Dijo que nunca hubiera esperado algo así de él. En atropelladas y entusiastas palabras le explicó que los lectores más influyentes ya lo habían llamado temprano, y le habían dicho que querían más números de la revista para que sus parientes conozcan a ese maravilloso escritor y le dijo que se prepare para formar parte, en un par de meses, del cielo de los literatos.
Esteban se raspó la barba con el índice y el pulgar de la mano derecha. Y quedó en calzoncillos, en el centro de su habitación, en mitad de camino hacia su computadora. Allí lo esperaba el teclado para zambullirlo en los lugares comunes. A partir de entonces, Esteban continuó para siempre besándole la mano a la nada.

Alma Rusa



"Los planos ficcionales se entrecruzan con pensamientos declaratorios de principios, originales y coherentes; pero también, por momentos, hay un viento perverso o revulsivo, o al mismo tiempo hermoso y cruel, con la poesía siempre presente allí, junto al ingenio y a la sorprendente irrealidad, como una flor en el pantano o una estrella en la tormenta" (María Elena Massa de Larregle, del prólogo de Alma Rusa).
"Devuélvanme mi niñez o acepten mi idiotez a cambio..." (Fragmento).

domingo, 13 de enero de 2008

Tarde

Me canso. Realmente me canso de cruzar gente que nunca se cansa de ser la misma. Gentes de ideas revolucionarias pero a las que en sus tuétanos les late un conservadurismo a prueba de toda novedad.
Hoy, sin embargo, tuve un alerta. Un dedo, como si fuera el dedo de Dios, paró en seco a la veleta que era mi alma. El aire siguió de largo, con la misma velocidad que trae desde el Big Bang. Varios yoes que venían atrasados por la vereda, se agolparon y entraron por mi espalda como una hinchada entra a un club de fútbol.
El momento, vale analizarlo, era una espléndida tarde de comienzo de otoño. Quizás la primera tarde de otoño de la temporada (la que llega por sensación no por fecha de calendario). Es importante reconocer que, así como en el cine el 75 por ciento de la emoción de una escena corresponde al ambiente y a la banda sonora, en nuestras reflexiones el contexto también lo es casi todo. Ideas que en un momento, gracias al paisaje efímero, nos parecieron espléndidas, las vemos luego suicidarse de absurdidad. Como peces que ya no tienen agua. Por el contrario, detalles que con el cielo hecho un chiquero pasan inadvertidos, se nos suelen revelar más tarde con la fuerza de una profecía cuando pisamos sobre una colina.
"Dar caducidad a tu fase de egoismo", parecía decir el aire de esa tarde de entonces. Sentencia que con voz de gallo encrespado me puso por un momento en la piel de un personaje de un cuento rancio. Pero fue un espejo invisible en el aire del parque. Una puerta que se abría para pasar al otro lado, que quedaba a un paso de distancia y que visto a grandes rasgo no se diferenciaba de lo que existía de este lado. Como si alguien invitase a Alicia a pasar a la realidad.
Cualquier mortal ha tenido y tiene frecuentemente sensaciones parecidas. Cualquier tarde en cualquier cultura puede provocar reflexiones similares. Pero mi alma y yo sospechamos que el hecho de fechar lo sucedido provoca que de una evocación pasemos a una metamorfosis. Tan sutil que sería inutil describir las diferencias. No las notaría nadie. Ni siquiera yo.
Después de estos minutos (digo minutos si tenemos en cuenta que el tiempo es líquido), seguí cruzando gente con los tuétanos endurecidos. Pero yo ya no era juez. No lo seré nunca de ahora en más. Porque la condena que hay que pagar por pertenecer a un tribunal es más cruel y dura que la de la víctima y el victimario condenado juntos.
Como sucede con los huesos, que cambian completamente su composición sin que lo podamos advertir, así continué la senda del parque. Todos me vieron igual que siempre. Pero en mi la constelación de almas había cambiado por completo. Ellas giran ahora con una distribución totalmente diferente, y con la fuerza gravitacional de una eternidad.

Cocina literaria



"Horacio Quiroga aconseja algo así como ´escribir bajo los efectos de la inspiración y dejar reposar el texto. Si luego de un tiempo lo leemos y todavía nos conmueve, estaremos en arte a la mitad de camino´. Para ayudar a recorrer esa mitad que falta, nos atrevemos a sugerir que la tarea es corregir. Pero, de las diferentes formas de correción, haremos hincapié en una que es dictada por las sensaciones: pedirle a los textos que hagan reir, llorar o pensar". (Del prólogo de Cocina Literaria)