miércoles, 16 de enero de 2008

Líneas subterráneas

No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen filosófico o patológico quizá, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas. Don Miguel de Unamuno
Es un hambre al que, solícitos, recibimos sabiendo que no será saciado. Un hambre condenado a no tener remedio, comida, satisfacción. Porque la plenitud de ese hambre es tener siempre hambre.
¡Qué infección prematura suele ser! Cuánta vergüenza suele acarrearnos. Primero somos unos niños desubicados, insalubres, pálidos y malhumorados. Luego pasamos por una máscara para convencer y autoconvencernos de que nos llegó una jubilación antes de tiempo.
Pero no dura mucho el engaño.
Fotos amarillas son las encargadas de traernos el más actualizado de los presentes: siempre quisimos ser así. Teníamos ese hambre que no era para el estómago del que los demás hablaban. Como a esos niños a los que se le ocultan sus orígenes, así, nosotros nos convertimos en nuestros propios padres para convencernos de que no éramos adoptados. Toda la máscara cae luego.
Las líneas subterráneas estaban en nuestras manos cuando aquella gitana nos asustó en la esquina.
El despertar del deseo sexual suele ser más capturable por los Controladores. Pero no tan castigado, por cierto, como el del prematuro sentimiento trágico de la vida.
La castración mental tiene métodos más sofisticados. Pero están destinados a fracasar.
Nuestro cuerpo, a pesar de las maniobras de distracción que se ponen a funcionar, guarda una memoria que, se diría, es material. Una memoria con almacenamiento en cada uno de los poros de la piel. Una metafísica infancia latente que se queda acunando lo que está vedado por el momento. Y un buen o mal pero inexorable día, sale a resplandecer. Ahí advertimos que el hambre continúa. Y tiene más hambre de ser hambre que al principio.
¿Qué pasó con nuestras ideas mientras tanto? ¿En qué cubículo perezoso se convirtió nuestro cuerpo al no poder sostener la edad del rayo?
En nombre de la Ingenuidad, como al pasar por un detector de metales, nos hacen dejar el olfato. Descargar el sentido de orientación de nuestra conciencia en formación.
Todo es, desde entonces, un sinuoso camino por querer encontrar nuestra mirada perdida.
¡Terrenos de Babia que nos deben! La clausura de unos montes que no tenían derecho usurpar. ¿En nombre de qué ficticio bienestar viene este retardo? ¿Cuáles son las mejoras de sus despabiladas experiencias? ¿Por cuáles miedos no nos permitieron alcanzar mayor velocidad de pensamiento? ¿Qué vergüenza les lavamos mientras sus envidias nos mantenían con la cabeza debajo del agua? ¿Qué temporal inválido era el que no podíamos mirar? ¿Así como están se creen graciosos?
Los toboganes de su supuesta protección son ahora cuesta arriba. Donde arde nuestra hambre. Con nuestro nombre. Y al que alguna vez nos hicieron dejar a la entrada de este juego.
(Publicado en enero de 2007 en El Subsuelo)

No hay comentarios: