lunes, 14 de enero de 2008

Transformación

-"Un pesimista, al menos, sabe lo que va a pasar".
Así le había contestado Esteban a su jefe.
Eso le había costado que le respondieran:
-Andá a la puta que te parió.
De todas maneras aceptó la puteada de buen ánimo, ya que hubiese sido peor que su jefe siguiese insistiendo en pedirle una estúpida editorial optimista.
Pero él estaba en una revista optimista, de ideología holeográfica. No pasaría mucho tiempo para que la discusión volviese a enfrentarlos. Incluso podía suceder antes de que termine el día de trabajo.
Esteban encendió un cigarrillo a pesar de la acidez que hacía un relámpago de su esófago.
Largó el humo por la nariz y dijo, sin que su jefe lo escuchara, "está bien, infeliz, si querés optimismo, acá tenés".
Sus dedos comenzaron a hundir teclas de una manera que parecía la ejecución del himno de la alegría.
Una costumbre que tenía al redactar era marcar el ritmo con un pie. Si bien carecía de estructura musical, lo hacía como para acompasar las frases. Un rito que intenaba predecir algo de coherencia a lo escrito.
¿Por qué no lo echaban? Simplemente, porque después de unos 10 años la indemnización resultaría lo suficientemente molesta como para provocar la gastritis de algún integrante del directorio.
Esteban se convirtió de pronto en un potro enfurecido, un salvaje llevando en andas al mismísimo sol. Una máquina de fabricar optimismo enajenante. Repulsivo.
Cada frase le revolvía el estómago, pero sólo mientras la atravesaba. Luego del punto, se detenía un segundo para reelerla y la sensación siguiente era de irónica alegría. Pensaba en los posibles lectores. Pensaba en el efecto que podía provocar un final a toda orquesta para alguien compenetrado en la historia. Sentía el poder de cambiar la actitud de alguien que, desmoronado al comenzar a leer, optaba por abandonar la idea del suicidio. Se engolocinó y trabajó cada párrafo como para salvar a toda la Humanidad.
Detenido en el medio del río, en la mitad de una historia que podía resucitar a los muertos, optó por descansar la vista y la elevó por encima del horizonte superior del monitor. Una extraña sensación le provocó la gris cortina tapando el ventanal. El había alzado la cabeza con el inconsiente puesto en un paisaje. Pero luego entendió que desde hacía 10 año trabajaba a cortinas cerradas. Se paró y la corrió de un manotazo. Recordaba el paisaje: inútiles antenas del televisión, balcones con ladrillo a la vista y al final, como una tormenta que se acerca, las sierras.
Inmediatamente se sentó al teclado arrastrado por una idea torpe pero divertida: en la mitad de la historia, llevaría al personaje a la punta del cerro a gritar todo lo que estaba describiendo.
¿Qué era lo que le habían pedido? ¿Una editorial o una nota color? Ya lo había olvidado. También había olvidado que las páginas tienen un determiando espacio (el que la publicidad permite en la zona superior). El prolongaba sus ideas como si estuviese escribiendo con piedra en la mismisima sierra.
¿Qué decía Esteban en su historia? No mucho, ni muy interesante. Simplemente había conseguido el ritmo de un lenguaje interpretador del sentido común y a la demagógica manera de entender a los lectores, le dio una vuelta más de tuerca y cabalgaba a buena velocidad. Un galope que cualquier lector podría recibir con beneplácito.
¿Cualquier lector? Se preguntó Esteban. Entonces esto puede ser un cuento... o una novela.
Había cambiado el turno en la redacción de la revista. Era la hora de editar las "notas simplonas de esa revista simple", como le gustaba decir.
Pero Esteban no se había percatado ni siquiera de que su jefe se había ido a la casa sin pedirle el printer de la nota.
¿Era para publicar en el número que sale mañana? Fue la otra duda de Esteban que increíblemente seguía tecleando mirando la montaña, estático, con las manos en el teclado y con la mente recorriendo el staff de la revista.
El héroe que él había llevado a la punta del cerro estaba en el paroxismo. La historia estaba en la parte más importante: luego del nudo y antes del final, un final que todavía no se visualizaba completo.
Esteban ya no supo si mañana habría editorial en la revista, si había la vendita nota color de cuatro páginas indispensable para las lectoras más ortodoxas.
Sin fumar más de un cigarrillo, Esteban había logrado unas cuatro carillas de una simpática, monstruosa y efectiva narración. Supo que era de noche. Alguien avisó que ya cerraban la tirada. Se apuró con el final que había asomado a la boca de su corazón. Firmó. Le puso a los lectores un aviso en negritas prometiendo la continuación de ese personaje en los números posteriores y se prometió a él mismo hacer de esa historia una gran novela.
Entregó a corrección el material, aún sin saber si saldría al día siguiente, y se fue a dormir. Durmió en su cama, pero en lugar de techo, con un cielo de sierras y luna grande.
A la tarde siguiente, a pocas horas de haber salido la revista a la calle, lo llamó su jefe. Dijo que nunca hubiera esperado algo así de él. En atropelladas y entusiastas palabras le explicó que los lectores más influyentes ya lo habían llamado temprano, y le habían dicho que querían más números de la revista para que sus parientes conozcan a ese maravilloso escritor y le dijo que se prepare para formar parte, en un par de meses, del cielo de los literatos.
Esteban se raspó la barba con el índice y el pulgar de la mano derecha. Y quedó en calzoncillos, en el centro de su habitación, en mitad de camino hacia su computadora. Allí lo esperaba el teclado para zambullirlo en los lugares comunes. A partir de entonces, Esteban continuó para siempre besándole la mano a la nada.

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