domingo, 29 de enero de 2012

La taza de café que pedía una historia de amor



Guillermo Del Zotto
gdelzotto@elpopular.com.ar
La primera vez que sucedió Esteban tranquilamente podría haber pedido la cordura. Aunque ya había experimentado algo similar con una de las latas de la alacena, donde un dibujo casi naif de un conejo cierta vez había saltado literalmente a la mesa. El animalito había quedado allí corporizado unos segundos, como solicitando algo desesperadamente. Luego se evaporó. Ahora lo que dominaba desde hacía un tiempo los nervios de Esteban era su habitual taza de café.
Los objetos animados que solemos reconocer en algunos relatos fantásticos, con toda su carga de simbolismo (la mayoría de las veces sexuales), no servirían ahora para describir el tipo de magnetismo que la taza tenía sobre Esteban. Era un extraño caso, mezcla de metafísica con concreciones asombrosas: cuando Esteban se levantaba a desayunar, la taza estaba misteriosamente cargada de café caliente. Esparciendo el hipnótico aroma que casi ninguna sustancia logra en esta tierra.
¿Cómo y qué era lo que pedía esa taza cada mañana? Lo primero que logró en la voluntad de Esteban fue hacerle entender que ella debía protagonizar una historia. Cada vez que tomaba un trago o pasaba pensativo la yema de sus dedos por su boca, le hacía sentir un estremecimiento sólo comparable a la electricidad del amor.
Fue descartando las interpretaciones psicoanalíticas de sus propias fantasías cuando vio que ese objeto no pedía ninguna historia inmortal ni mucho menos. El objeto, sin simbolismo, sólo pretendía ser la protagonista. Pasase lo que pasase, la taza debía ser lo más importante de la historia.
Durante el sueño y durante la vigilia, Esteban sintió el mismo acoso que Luigi Pirandello sufrió con sus personajes hasta exorcizarlos en “Seis personajes en busca de un autor”. Pero a eso se unían escalofríos similares a los sufridos por Poe, Maupassant, Lovecraf, Saki… e infinidad de casos en que objetos encantados parecen no sólo dominar su propia existencia sino que logran una unidad gravitacional en las cosas y seres que los rodean.
Esteban, creyéndose curado de drogas y regresiones, intentó un último recurso. Había aprendido un método de meditación que le permitía “viajar” o mejor “correrse” del tiempo. El resultado era despertarse y sentir que nuestra obsesión simplemente no estaba más allí. Como si se hubiese encapsulado en otro espacio tiempo para “siempre”. Logró pasar toda una noche en ese trance. Cuando se levantó, la taza, como cada día, dominaba todo el paisaje mental de Esteban desde la pequeña barra para desayunar.
El miró en el fondo oscuro y antes de tomar el último sorbo, vio un abismo que lo atraía con una fatal y reciente familiaridad. Para no volverse loco, o volverse aún más, salió en busca de una historia de amor teniendo el corazón ocupado.