domingo, 7 de agosto de 2011

Vita nova


Guillermo Del Zotto
gdelzotto@elpopular.com.ar
Comenzó a desmantelar el Parque de Emociones de su cabeza. El viento hacía flapear las fajas de estafa pegadas en las rejas de entrada de cada juego.
Lo primero que desarmó fue el stand de pelotas de trapo y latas vacías. Sólo una vez había volteado la torre con un solo golpe. El premio habían sido unas insufribles pantuflas de peluche que cada noche sentía arrastrar por las galerías de su corazón.
Las ráfagas, de cuando en cuando, hacían chillar un juego mecánico. El lo miraba como a una montaña de hierro que dejaba para después.
En las sillas voladoras procuró recuperar una foto carnet adherida por el tiempo en uno de los asientos. Ahí sí había tenido buenos momentos. Pero eran los de peor resaca. Quiso rápidamente eliminar el mástil y la noria para deshacerse de los deseos consumados y sus insoportables consecuencias.
No le costó mucho trabajo continuar con el tren fantasma. Siempre le pareció de construcción básica y de miedos sobreactuados. Con la psicóloga había entendido que los traumas eran su devoción más que una carencia edípica.
En la galería de espejos que deforman se detuvo nostálgicamente. Los malos entendidos eran de su predilección. Siempre supo que lo más costoso iba a ser soportarse con pasos seguros. Y enfrentarse a la imagen real de su ser. Pero la orden de clausura no se podía evitar. Continuó.
El Parque, en poco tiempo, volvió a ser casi una pradera.
Sólo la vuelta al mundo desafiaba el paisaje con música ventosa.
Fue cuando a su tarea se sumó el ingrediente policial.
Un chico acomodado silenciosamente en el asiento más alto comenzó a girar como único ocupante del enorme aro.
No era él. Estaba seguro. De pronto sintió un roce en su pierna. Miró hacia abajo y, tan silencioso como el ocupante de la vuelta al mundo, un perro se sentó alzando la cabeza hacia el chico. ¡El perro sí era de él! Mejor dicho había sido. Su más grande pérdida de la infancia. Se inclinó a la altura de la ternura y, hocico contra nariz, recuperó una parte de su ser que no era fisiológica ni espiritual.
A su espalda ¿el niño giraba muerto en el aparato mecánico? ¿Si desmantelaba el juego desaparecería el chico como una pieza más? ¿Debía dejar funcionando la vuelta al mundo para siempre?
El inconfundible chillido del freno le anunció que había terminado de girar el aparato. Se dio vuelta y vio cómo el niño descendía con un gesto de tranquila satisfacción. Siempre en silencio, se fue caminando. El perro lo siguió.
Fue entonces que por los megáfonos oxidados que aún estaban de pie, escuchó la orden de seguir. De apurarse con la vuelta al mundo y de que pasase al Laberinto de los Sueños. Todo debía quedar terminado esa misma mañana.
Rápidamente desarticuló el último juego y emprendió el mismo camino del chico y del perro.