domingo, 17 de julio de 2011

Amigos que dan la palabra




Guillermo Del Zotto
gdelzotto@elpopular.com.ar
Eramos cinco. Las diferencias de edades habían operado en la sobremesa de la cena como bálsamo para que los temas fueran confluyendo en una calidez armoniosa. “No hablamos de mujeres, ¿te diste cuenta?” había bromeado días después uno del grupo.
Había en la reunión dos que no se conocían entre ellos y uno que sólo conocía al dueño de casa. Situación que sólo duró los escasos minutos de la picada. El aire fresco de afuera congelaba una luna remota por el frío. Pero brillante como la lámpara de un cuento de las mil y una noches. Se diría que en ella rebotaba la luz de un encuentro placentero donde la charla avanzaba como una canoa en un río del Amazonas.
Sin embargo, cada traje de piel guardaba debajo sus revoltosas corrientes. A veces se escapaba, disfrazado de frase tanguera, algún achaque. O, según la edad, una urgencia existencial, una pasión incumplida. Cada problema mencionado era atendido por el resto en una especie de cofradía sobreentendida. Eran salvatajes menores hasta que a uno se le ocurrió insinuar las dolencias de un mal de amores. Sin nombres ni protagonistas. Fue cuando la lámpara pareció enfriarse de respuestas. Como si esa dolencia no figurara en el vademecum de la amistad.
Entonces, quien menos había hablado en toda la noche, pronunció la palabra que a su entender produciría la cura. Una palabra que cayó en la mesa como si hubiera derruido agua fresca, nueva, esperada. Agua con la fuerza de un buen vino. Las demás palabras ya dichas comenzaron a pudrirse instantáneamente. Y las que aún no habían sido dichas emprendieron camino gargantas adentro. Avergonzadas. Pude ver en las bocas de todos una extraña forma de cerradura carnosa. No se dijo mucho más. Y nos despedimos.
La palabra era brillosa y a su vez raspaba al pronunciarla. Tenía once letras y era muy bonito decirla. Había causado efecto en los demás, aunque nadie supiera bien el significado.
El enloquecido de amor fue quien más se dedicó a rastrearla. Era un término de la psicología que se refiere a una capacidad para sobreponerse de las dolencias emocionales. El grupo no continúo, o al menos no se sigue reuniendo con todos los integrantes.
El loco de amor está mucho mejor. Pero entendió que la cura no proviene del arte de sobreponerse psíquicamente de la dolencia emocional. Ni de la continuidad de un grupo de enamorados anónimos. Sino de dar la palabra. La que sirve en el momento que hace falta. Ahora calla en las reuniones, hasta que alguien la necesita. Entonces la pronuncia ensayada, impostada, pero efectiva.