miércoles, 16 de enero de 2008

Bar El Olvido

"Prohibido escupir en el suelo" -decía el primer cartel en el desgastado bar- y debajo agregaba "Prohibido tener problemas con el infinito".
Esteban sabía de un modo inestable, incómodo, como esas ideas que no se terminan de agarrar bien, que no permanecería mucho tiempo más ahí. Y mucho más endeble aún era la razón por la que había llegado hasta ese bar que, como un museo, se extendía en galerías con carteles y advertencias.
En el que a continuación apoyo la vista Esteban decía: "Lugar de fumadores y caminantes de la Senda del Perdedor".
Pasó por mesas de ajedrez, mus y tute. Nadie movía ni piezas ni barajas.
Esteban sintió entonces un peso en su mano. Y recordó por qué estaba ahí. Preguntó por el señor Velázquez y le entregó el sánguche que le habían pedido.
Entonces sonó un tango sin música.
Se llamaba Olvidar el Olvido:
"Mientras un tango es apenas hablado
el fondo de un vaso como espejo
y siluetas perdidas como acompañantes.
La conciencia charlatana, sombra urbana,
Capitana de la desdicha.
Idiota idioma sin giros.
Consentir el sinsetido.
Cacofónica estridencia en práctica inutilidad.
Con valijas en la mano
En la sala de estar de lo que se fue.
Autodiscurso verborrágico de las horas
en las que los amigos duermen
y el amor es soñado en su mínima intensidad.
Sólo a veces el mundo es más grande
que la mesa de un bar.
Sólo a veces, muy de cuando en cuando,
la vida te da sorpresas".
Cuando el tango terminó, increíblemente Esteban había retenido cada una de esas palabras que, a decir verdad, no combinaban para nada con la métrica de una canción.
De pronto sobrevino un mareo intenso. Como una resaca de años que llega de golpe.
Se fue apoyando por las descascaradas paredes, sorteando carteles infernales hasta poder divisar aquella brillante y única indicación que no tenía agregados metafísicos: SALIDA.
La retirada del chico fue como la del humo de los cigarrillos cuando alguien abría la puerta desde afuera.
En el fondo, con los ojos desmesuradamente abiertos, quedaba don Esteban Velázquez, con un sánguche en la mano y una botella de jerez a punto de extinguirse sobre la mesa.
(Publicado en julio de 2007 en El Subsuelo)

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