miércoles, 16 de enero de 2008

Primera nostagia

Anillos de lluvia fueron envolviendo la tarde.
El cuartucho guardaba el calor de los últimos días.
De a poco, como si hubiesen esperado el fresco, le volvieron al pintor las astillas de la creación propia.
En ademán de esgrima dejó escurrir del pincel las primeras ideas. Esas que nadie alcanza a conocer como obra. Como sucede con el músico o con los que escriben novelas exitosas. Desechan el primer aluvión de obviedades porque, conocedores del oficio, saben que son el primer engaño para alguien muerto de sed.
Alguna vez pintó así, con el arrebato de un adolescente apretando contra la pared la primera blancura rosada abriéndose. Pero ahora hacia mucho que, con la cintura de un boxeador experimentado, dejaba pasar de largo los golpes de la primera nostalgia. En verdad, como quien toma el té en el segundo uso del saquito.
La primera línea, de un ocre espeso al medio y un amarillo suave diluyéndose por los bordes, lo acomodó en el mundo. Hizo pie en la base de lo que se había convertido: un excelente tirador de la primera piedra. Como alguien que hubiese batido a todos los duelistas que se le cruzasen.
Hubo veces en las que ese tipo de líneas (algo de no más de ocho centímetros sobre una gran tela blanca) lo dejaba alegremente abatido durante días, hasta que volvía a retomar el cuadro sabiendo exactamente hasta dónde podía llegar.
Hoy no era de esos días. La tormenta de verano no ofrecía garantías de esperarlo mucho más. Como un enorme buque pasando lento por su ventana, las nubes y sus anillos de agua eran una silenciosa sirena que presagiaba el desamarre.
Y, a decir verdad, a la muestra individual de la próxima semana no le vendría nada mal una nueva obra. Esta, que ya parecía tener garantizada la sonrisa del diablo de entrada.
El cuerpo entonces, como una antorcha que se consume en el viento nocturno, se contorneó unos tres minutos incesantes. Pintó con los colores que se habían mezclado en la pasión. Cuando no tuvo más acrílico al alcance del brazo, vaciló. Luego aprovechó el sobrante tibio aún sobre sus dedos y dio algunos conjuros sobre la tela con los índices y los pulgares.
Después retrocedió y avanzó. Se separó y se acercó al cuadro tantas veces como para dar la idea de múltiples espectadores observando el cuado simultáneamente.
(Publicado en enero de 2008 en El Subsuelo)

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