miércoles, 16 de enero de 2008

Lo que pesan las palabras

Hay que pesar bien las palabras. Durante una despedida, por ejemplo, un término con exceso de miligramos sostenido en la palma de la mano en forma de cuenco, puede traer consecuencias similares a un maremoto. Del modo contrario, si le faltase peso, incidiría como un agujero negro atrayendo para sí toda la materia y dejando el reinado de la nada. Y para siempre.
Distinto es el destino que se puede esperar de las palabras que cuelgan de los labios, famélicas y privadas de la capacidad de pasar a los hombros de un salto. Con una densidad mayor a la de los músculos faciales, pueden provocar en el rostro daños irreversibles. Basta con comprobarlo en ciertos gestos permanentes de gentes que andan por la vida con la cara de esa palabra paralizadora. Entonces ellas dicen siempre esa palabra enquistada, permanentemente, aunque estén hablando de otras cosas.
Hay algunos que terminaron prisioneros de sus palabras por el simple hecho de haberlas engordado de tal manera que al salir se tranforman en sus verdugos. Tienen como amante a la grandilocuencia y su destino es tan penoso como el de un emperador en sus últimos días de poder.
Se sabe que aquellas a las que se lleva el viento tuvieron por parte de su autor un régimen anoréxico que las dejo imposibilitadas de hechar raíces por volátiles. Son palabras fantasmas que no pueden concretarse ni formar parte de ninguna frase ni discurso porque harían desaparecer con ellas a todo el sistema involucrado.
Las palabras empeñadas, pobrecitas, salen ya de la boca con un sino marcado. Financiero y tremebundo, como un esclavo esperando por su dueño mucho antes de saber qué nombran o a quién nombran.
Ni se hable de las hijas del verborrágico, que pasan por la vida con la pena de una sombra, con el vértigo de un cometa al que ahora vemos pero que murió hace millones de años.
Peor es el caso del que las cuida. Del que las pone en sus casillas, como pollos a engordar, para ser saboreadas durante una fiesta que nunca llega. Y, llegado el caso, explotan el recipiente dejando pedazos de lástima pegados por todo el contexto.
Hay que pesar bien las palabras. Y luego decirlas. Hay una instancia a la que todo ser humano tiene derecho en la que puede controlar el peso de lo que va a decir. Como a los boxeadores antes de una pelea. Hay que usar el método. De lo contrario, cuando están en el ring, corren el inevitable riesgo de morir atolondradas en el plástico del protector bucal. Y se han dado casos terribles donde, además, se llevan puesto al protagonista.

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