miércoles, 16 de enero de 2008

Cien goles en soledad

La pelota hizo un ruido absurdo debajo de los tapones. Como el chillido de una rata que quiere escapar. Manuel, con una leve presión de su mano sobre la rodilla, la estabilizó. Habían cobrado un tiro libre al borde del área. Lo que se dice un penal con barrera. El arquero se había convertido en un espontáneo discípulo de Hitler: con su brazo derecho erguido, la palma de la mano hacia abajo, cuatro dedos de cuero extendidos que pretendían ser los de un titiritero y puteadas de arenga que salían de su boca.
El lunes pasado me había acordado del cumpleaños de Manuel. Y le había llevado un par de zapatillas de esas que siempre mirábamos de chicos sin posibilidades desde las vidrieras. Me dejó helado cuando me dijo, al ver la marca sin abrir el paquete, que estaban buenas pero que sólo las podría usar de entrecasa porque si lo llegaban a pescar para una nota o le sacaban alguna foto sin la marca que tenía que usar...
De chicos, cuando Manuel llegaba al entrenamiento recuerdo que su diminuto cuerpo mentía su edad. Lo ponían de ocho y laburaba de ocho. Le decían que tenía que defender y defendía. Por eso, cuando pudo demostrar que era delantero con "olfato absoluto", lo dejaron arriba, bien libre, para siempre. Se podría decir que por los equipos que pasó luego, logró que los demás diez hicieran todo para que su voracidad de redes quedara satisfecha. En cada partido largaban a Manuel como a un demonio de Tasmania que se la pasaba cruzando el área grande con o sin pelota. Y se la ataba a los pies cuando venía alta de un rebote o cuando corregía uno de los pases de sus mediocres compañeros. Ahí la clásica era una diagonal contra viento y marea y luego un cañonazo inverosímil que salía de una maniobra cortita e irreproducible hasta para un contorsionista.
La tarde de otoño en la que lo vinieron a buscar para primera fue de alegría para todos. Los chicos habíamos entendido con madurez precoz que lo nuestro no daba más que para relleno. Lo despedimos a Manuel y a los siete días ya lo estábamos viendo escupir por televisión en primer plano. Antes de irse me dijo con sana ironía "seguí laburando de 2, por ahí...".
Otra cosa que tenía Manuel era la pegada con pelota parada. Pero algo de eso también había cambiado. No en prestancia ni en efectividad. Sino en algo que nadie adivinará jamás: la diferencia estaba en el entrecejo. En un pedazo de arruga que denota preocupación donde antes había un pedazo de piel tenso pero con temperatura de placer. Con hambre de una gloria distinta. Qué sé yo.
Hay que decir también que en realidad ha sumado efectividad. De hecho los cuarenta mil rostros del estadio giran ahora alrededor de la cabeza de Manuel con un silencio pasmoso. Todos quieren saber si va a convertir el gol número 100 de su maratónica carrera.
Manuel retira lentamente el pie que sostiene la pelota e inicia tres enormes zancadas hacia atrás. El silbato del árbitro recorre una extensa escala de graves a agudos que parece partir la cancha por la mitad. Yo me agarro los testículos pero no cierro los ojos. Y me acuerdo del comienzo de una novela:
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde..."
(Publicado en abril de 2007 en El Subsuelo)

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