domingo, 13 de enero de 2008

Tarde

Me canso. Realmente me canso de cruzar gente que nunca se cansa de ser la misma. Gentes de ideas revolucionarias pero a las que en sus tuétanos les late un conservadurismo a prueba de toda novedad.
Hoy, sin embargo, tuve un alerta. Un dedo, como si fuera el dedo de Dios, paró en seco a la veleta que era mi alma. El aire siguió de largo, con la misma velocidad que trae desde el Big Bang. Varios yoes que venían atrasados por la vereda, se agolparon y entraron por mi espalda como una hinchada entra a un club de fútbol.
El momento, vale analizarlo, era una espléndida tarde de comienzo de otoño. Quizás la primera tarde de otoño de la temporada (la que llega por sensación no por fecha de calendario). Es importante reconocer que, así como en el cine el 75 por ciento de la emoción de una escena corresponde al ambiente y a la banda sonora, en nuestras reflexiones el contexto también lo es casi todo. Ideas que en un momento, gracias al paisaje efímero, nos parecieron espléndidas, las vemos luego suicidarse de absurdidad. Como peces que ya no tienen agua. Por el contrario, detalles que con el cielo hecho un chiquero pasan inadvertidos, se nos suelen revelar más tarde con la fuerza de una profecía cuando pisamos sobre una colina.
"Dar caducidad a tu fase de egoismo", parecía decir el aire de esa tarde de entonces. Sentencia que con voz de gallo encrespado me puso por un momento en la piel de un personaje de un cuento rancio. Pero fue un espejo invisible en el aire del parque. Una puerta que se abría para pasar al otro lado, que quedaba a un paso de distancia y que visto a grandes rasgo no se diferenciaba de lo que existía de este lado. Como si alguien invitase a Alicia a pasar a la realidad.
Cualquier mortal ha tenido y tiene frecuentemente sensaciones parecidas. Cualquier tarde en cualquier cultura puede provocar reflexiones similares. Pero mi alma y yo sospechamos que el hecho de fechar lo sucedido provoca que de una evocación pasemos a una metamorfosis. Tan sutil que sería inutil describir las diferencias. No las notaría nadie. Ni siquiera yo.
Después de estos minutos (digo minutos si tenemos en cuenta que el tiempo es líquido), seguí cruzando gente con los tuétanos endurecidos. Pero yo ya no era juez. No lo seré nunca de ahora en más. Porque la condena que hay que pagar por pertenecer a un tribunal es más cruel y dura que la de la víctima y el victimario condenado juntos.
Como sucede con los huesos, que cambian completamente su composición sin que lo podamos advertir, así continué la senda del parque. Todos me vieron igual que siempre. Pero en mi la constelación de almas había cambiado por completo. Ellas giran ahora con una distribución totalmente diferente, y con la fuerza gravitacional de una eternidad.

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